El multilateralismo frente a divisiones internas y desafíos urgentes

La IX Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) hizo un gran esfuerzo de unidad, cohesión y acuerdos políticos

María Fernanda Espinosa, exministra de Relaciones Exteriores de Ecuador.

María Fernanda Espinosa, exministra de Relaciones Exteriores de Ecuador. Crédito: AP

En el marco de las Reuniones de Primavera del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial que se celebraron en días pasados en Washington, todo apunta a que el nuevo Informe sobre las Perspectivas de la Economía Mundial (WEO, por sus siglas en inglés) confirmará lo que ya muchos anticipaban: América Latina y el Caribe volverá a ocupar el último lugar entre las regiones en desarrollo en términos de crecimiento económico.

Esta tendencia ya había sido señalada por el Banco Mundial en su reporte de abril de 2024, que advertía sobre un crecimiento persistentemente débil en la región. Para fines de 2023, el producto interno bruto (PIB) de América Latina y el Caribe era apenas un 7% superior al de 2019, mientras que Asia Oriental y el Pacífico mostraban un crecimiento del 19%, y Asia Meridional del 18%.

En este contexto de bajo dinamismo económico y crecientes desafíos globales, la región hizo un gran esfuerzo de unidad, cohesión y acuerdos políticos durante la IX Cumbre de jefes de Estado y de Gobierno de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), que tuvo lugar el pasado 9 de abril en Honduras.

El encuentro, sin embargo, reflejó divisiones y dificultades de llegar a acuerdos. Aunque la mayoría de los Estados miembros respaldaron la “Declaración de Tegucigalpa”, ciertos gobiernos manifestaron su desacuerdo, alegando falta de consenso e incluso cuestionando los procedimientos internos del organismo.

Este episodio no disminuye la relevancia del diálogo regional. Por el contrario, pone en evidencia la necesidad de una diplomacia más efectiva y centrada en resultados. En un entorno global cada vez más volátil e impredecible, no se trata de aspirar a la unanimidad, sino de aprovechar todos los espacios multilaterales, regionales, globales, formales o informales, para actuar con pragmatismo, promover el diálogo y encontrar soluciones compartidas y lograr acuerdos entre amplias mayorías.

No cabe duda de que la región se encuentra ante una encrucijada. Por un lado, América Latina y el Caribe posee un potencial estratégico indiscutible: abundancia de recursos naturales, ventajas logísticas, un gran capital humano en un mundo en transformación y una base demográfica que podría ser motor de crecimiento. Por otro lado, nos hallamos frente a limitaciones estructurales profundas con una política fragmentada y polarizada que amenaza con frenar, o incluso revertir, los avances logrados.

El bajo crecimiento económico es uno de nuestros mayores retos. Con una proyección regional del 2,4 % para este año, seguimos por debajo del promedio mundial. Esta cifra es insuficiente para generar empleo de calidad, mejorar servicios públicos o reducir las desigualdades.

A ello se suma una pobreza persistente que afecta a 172 millones de personas, de las cuales 66 millones viven en condiciones de pobreza extrema. La desigualdad, por su parte, continúa entre las más marcadas del planeta.

Estas cifras no son solo estadísticas, son una señal de alarma que empeorará aún más en consecuencia de un fenómeno cuya gravedad va en aumento y que no puede ser abordado de forma aislada: el crimen organizado y el narcotráfico.

América Latina y el Caribe es una de las regiones más violentas del planeta. Según un reporte de la organización InSight Crime, más de 120,000 personas fueron asesinadas el año pasado.

Estos niveles de crimen socavan no solo la seguridad ciudadana, sino también la estabilidad institucional y las oportunidades económicas. Episodios como el reciente linchamiento de un ciudadano británico en una comisaría de Ecuador, mi país, son un trágico recordatorio de los niveles de tensión y deterioro que persisten en algunos contextos locales.

Frente a esto, la cooperación regional en materia de seguridad debe convertirse en un objetivo urgente, común y prioritario. No como un ejercicio simbólico de unidad, sino como una respuesta pragmática, una cooperación efectiva ante una amenaza compartida.

Es cierto que, al mismo tiempo, debemos abordar desafíos globales como la transición energética, el cambio climático, la migración y la transformación digital. Sin embargo, para que la región pueda aprovechar sus oportunidades estratégicas, como señala el Índice de Riesgo Político de América Latina, es esencial garantizar la seguridad y el fortalecimiento de una diplomacia regional efectiva que brinde resultados. Sin estos pilares fundamentales, cualquier avance en otros frentes será limitado y probablemente insostenible.

Aquí es donde plataformas como CELAC pueden jugar un papel valioso, como espacios flexibles y útiles para coordinar políticas, compartir capacidades y promover soluciones conjuntas en base a una agenda de mínimos.

América Latina y el Caribe necesita una diplomacia que funcione, que ponga a la seguridad y al desarrollo humano en el centro, y que parta de la constatación de que vivimos en un mundo cada vez más complejo e interdependiente, en el que los logros regionales pueden convertirse en alternativas nacionales y además en una base legítima para la acción global.

(*) María Fernanda Espinosa fue ministra de Relaciones Exteriores de Ecuador en dos ocasiones. Actualmente preside Cities Alliance y es director ejecutivo de Global Women Leaders for Change and Inclusion.

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