La tormenta perfecta
Una conversación sobre Daniel Ortega y Hugo Chávez
Con el amigo de esta historia me encuentro generalmente en las salas de espera de los aeropuertos. Vive a caballo entre Miami y Managua, pues cuando en los 80 sus propiedades fueron confiscadas, en medio furor de la revolución, que quería para el estado la plusvalía de la riqueza y así distribuirla con largueza a los pobres, se fue al exilio maldiciendo, estableció negocios allá en la Florida, y luego de la derrota sandinista en las urnas en 1990, regresó, y recuperó sus propiedades, o recibió indemnización por ellas.
Nos entregamos siempre a largas conversaciones mientras esperamos el avión, y solemos hablar de mis libros, porque es buen lector de ellos, y también de Nicaragua y su futuro. Siempre me dice que hice muy bien en alejarme de la política, porque así la literatura salió ganando, y yo se lo agradezco, en mi entendido personal de que, al menos, quien salió ganando fui yo. En cuanto al futuro de Nicaragua, si antes nos poníamos fácilmente de acuerdo, ya no, y solemos disentir cordialmente porque ahora el es un entusiasta defensor del Gobierno del comandante Ortega, y yo un crítico; un enemigo acérrimo, dicen los voceros del régimen.
Pero no estamos hablando de mí, sino de mi amigo empresario, que en la última de nuestras conversaciones me ha hecho un listado de las bondades de las políticas oficiales, que hacen avanzar a Nicaragua hacia buen puerto, según su propia expresión: primero, un entendimiento ejemplar con los empresarios privados: ellos se dedican a producir y a expandir sus negocios, y a exportar lo que producen, y el comandante se dedica a manejar la política, en lo que ellos no se meten. Dentro de esta veda política, entran, por supuesto, las elecciones justas y libres, la independencia de poderes y el estado de derecho.
Él atribuye a esta perfecta división del trabajo el crecimiento económico sostenido del país, el incremento de las exportaciones, la sanidad de las cuentas nacionales, el aumento de las reservas y el equilibrio fiscal, ya que, lo cito, si los empresarios fueran a la vez líderes políticos, y se la pasaran oponiéndose al Gobierno, no habría quién produjera la riqueza. Gracias a Dios, me dice, los obispos de la Conferencia Episcopal, que parecen más bien un partido político de oposición, no sé si ya leíste su última carta pastoral donde acusan al comandante de autoritario y antidemocrático, no manejan fincas de café, ni de ganado, ni tienen nada que ver con los bancos; estaríamos en la ruina.
Además, continúa, las relaciones con Venezuela son una bendición. Nos pagan bien la carne, nos dan el petróleo a mitad de precio. Puede ser que no me guste Chávez en lo personal, y aquí en confianza te confieso que tampoco me gusta el comandante Ortega en lo personal, y no lo invitaría a una fiesta de cumpleaños en mi casa; pero si yo fuera venezolano, votaría por Chávez, imagínate a Capriles de presidente, y a las masas chavistas en las calles haciéndole la vida imposible, huelgas y alborotos, paradas las refinerías, todo se iría al carajo. Como se ha visto, los deseos de mi amigo se han cumplido.
Le pregunto si es lo mismo que piensa del comandante Ortega, que si estuviera en la oposición, la economía del país se vería afectada con paros, huelgas, tranques de carreteras. Claro que sí, me responde, ¿no lo vimos ya antes, cuando él no había vuelto a la presidencia? Fijate hoy. Ni una sola huelga, porque todos los sindicatos le obedecen. No hay conflicto ni siquiera con la aprobación de los aumentos del salario mínimo, que se acuerdan en privado antes con las cámaras empresariales, y cuando se llega a la mesa de negociaciones, todo va ya resuelto.
Por otro lado, fíjate lo que significa para la estabilidad de un país que todas las leyes sean aprobadas casi por unanimidad, porque el comandante tiene una mayoría inmensa de diputados. Nada de eternas discusiones. Y las leyes económicas, las de impuestos, son consultadas antes a las cámaras. Es la situación perfecta para que avancemos. ¿Y los partidos de oposición? Casi no existen, perfecto, poca falta hacen. ¿Y qué es lo que llaman populismo? ¿Que los pobres reciban algo y estén contentos? Perfecto también.
Mi amigo empresario habla de manera apasionada. Me toma del brazo, como si quisiera conducirme hacia algún lugar, y me dice: la verdad, es que nosotros lo que necesitamos es una sola persona que conduzca el barco, una persona que se pueda imponer, a la que todos obedezcan; si la democracia es que unos dicen una cosa y otros dicen otra, el presidente manda una ley a la asamblea, y la asamblea no la aprueba, viene un tribunal y contradice lo que el presidente decidió, o aparece la contraloría y dice que determinada inversión en una carretera está mal hecha y hay que parar la carretera, o la construcción de una represa, ese tipo de democracia no nos conviene.
Ahora, me dice, un poco más calmado, hay cosas que verdaderamente no me gustan, pero no me parecen esenciales. Ese odio contra los Estados Unidos, esos ataques contra el capitalismo, eso de hablar del neoliberalismo como si fuera lo peor del mundo; me gustaría que esos discursos fueran más calmados, más conciliadores; ¿pero sabes de qué me he convencido? De que, en el fondo, todo es de la boca para afuera. Ya los yanquis se acostumbraron a esos ataques, y no les hacen caso, porque saben que es pura retórica, el comandante tiene que hablar así porque en su partido hay gente radical a la que le gusta oír esos sermones antiimperialistas.
Están llamando a abordar mi vuelo, y tenemos que despedirnos. Será en el próximo encuentro que podré hacer a mi amigo todas las preguntas que su entusiasmo ante lo que ahora celebra, y antes tanto temió, dejó mudas. Preguntarle, para empezar, si no piensa que la situación perfecta que él pinta, puede llegar a convertirse en la tormenta perfecta.
Pero será la próxima vez.