Estados Unidos está aprendiendo a ser un nuevo país de inmigrantes
David Torres es asesor de medios en español de America's Voice
Si algo ha quedado de manifiesto en apenas un mes del nuevo gobierno en Estados Unidos es el viraje significativo que ha tenido la cuestión migratoria. Esta ha pasado del aplastamiento más absoluto y humillante durante los cuatro años previos, a un enfoque más humanitario para tratar de hallar una solución largamente esperada para millones de inmigrantes que lo han sacrificado todo por estar aquí.
Suena utópico, por supuesto, que un cambio de tal naturaleza se consolide de la noche a la mañana, sobre todo a sabiendas de que aún hay fuerzas antiinmigrantes que todavía se revuelcan en su propia derrota y de la cual quisieran resurgir con más odio; pero el evidente contraste que se percibe en este momento —que promete ser histórico— ofrece una perspectiva ciertamente esperanzadora, ya no solo para quienes buscan con ansia resolver su situación migratoria desde hace mucho tiempo, sino para todo un país que garantizaría con ello su continuidad demográfica y multicultural como uno de los líderes en el concierto internacional.
No basta, por supuesto, con las buenas intenciones. Será políticamente más sano cumplir que no hacerlo; eso queda claro, tanto para los inmigrantes como para las fuerzas políticas que se sirven del tema a su manera. Por ejemplo, la sola decisión de reabrir un centro de detenciones en Texas para albergar a menores migrantes no acompañados ha vuelto a poner el dedo en la llaga en uno de los temas más controversiales del gobierno pasado. Como ese, habrá seguramente más yerros al paso de los meses, por lo que será necesario ir enmendando las fallas para evitar la caída en el campo minado de las contradicciones.
Pero la sola idea de que de la actual Casa Blanca ya no emanen epítetos ni humillaciones en contra de los indocumentados alivia las tensiones sociales y mejora en cierto modo la imagen tan precaria que de Estados Unidos se llegó a tener de 2016 a 2020, cuando el “deporte” favorito del entonces presidente era convertir en “chivos expiatorios” a los inmigrantes indocumentados, sobre todo de color, de los problemas más apremiantes de una sociedad tan compleja como caprichosa, usufructuaria de un código de privilegios que le impedía ver al “otro”.
Pero precisamente esa nueva sabiduría, ese nuevo salto hacia la madurez como país, es el rumbo que está tomando no el gobierno actual en sí, sino las exigencias mismas de una sociedad cambiante, que trasciende todo el tiempo y se rehace aun en las condiciones más adversas, como la que se vive actualmente en medio de la pandemia y que comparte, por supuesto, con todo el mundo.
Es en ese ámbito de su nueva conciencia social donde se encuentra la propia ventaja del Estados Unidos del Siglo XXI, sobre todo tomando en cuenta que, en encuesta tras encuesta, se halla que la mayoría del pueblo estadounidense está completamente de acuerdo en resolver de una vez por todas la situación de esos 11 millones de indocumentados, colocándolos en una vía a la ciudadanía.
Es decir, se está aprendiendo a construir un nuevo país de inmigrantes. Y es curioso, ya estamos en la última semana del segundo mes de 2021 y es también ya evidente que algo se está moviendo en la dirección correcta en torno a la cuestión migratoria en Estados Unidos.
Se tiene, entonces, que aprovechar el momento para fortalecer esta nueva “era migratoria”, no sobrepolitizándola, sino humanizándola, con el fin de alcanzar al menos dos nuevos niveles de la reciente victoria sobre el racismo y la supremacía: detener ahora mismo el resurgimiento del “trumpismo” con políticas públicas de inclusión a todo lo que el anterior gobierno rechazó y denigró sobre todo con xenofobia; y, para lograr eso, consolidar una futura fuerza social y cívica tan fuerte, que no permita espacio alguno nuevamente al racismo, a la supremacía, al sentimiento antiinmigrante, ni a la xenofobia.
Dicha fuerza tendría que hacer sentirse avergonzados de sí mismos a quienes han optado por esas prácticas neofascistas que caracterizaron a la anterior administración; avergonzados de ser parte de una nueva idea de nación donde la inmensa mayoría quiere vivir libre de fanatismos que se creían erradicados desde el siglo pasado.
Si en esa nueva sociedad incluyente —que se encuentra todavía en su etapa de crisálida— no se sienten cómodos quienes prefieren seguir escuchando el canto de las sirenas de la xenofobia y del racismo, tienen la opción por supuesto de emigrar con total libertad hacia otros rumbos geográficos del planeta donde se sientan más aceptados con el anacronismo de sus ideas, amalgamadas con la viscosa sustancia de la supremacía.
Aquí ya no.