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La nueva frontera es digital y pasa por tu teléfono

California intenta trazar una línea de esperanza: un recordatorio de que nuestros datos, nuestras vidas y nuestras historias nos pertenecen.

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El poder ya no está en Washington; está en tu mano, en tu teléfono. Crédito: Shutterstock

En El Monte, la noche respira lento. El calor del día se disuelve en el aire tibio con olor a polvo, a agua de riego, a campo recién trabajado. En una casa de estuco al borde del pueblo, María termina su jornada como la empezó: con su teléfono en la mano.

La risa de su hijo llena la casa de alegría. Esa risa — tan pura, tan viva — barre el cansancio del día. María siente una chispa de felicidad y, sin pensarlo mucho, comparte el video en línea. De pronto la casa se vuelve más ligera, como si su familia, a lo largo de la distancia, pudiera sentir ese momento: desde Michoacán hasta Mendota.

Esa pequeña aplicación, ese cuadrado azul, es su ventana al mundo. Su confesionario y su conexión. Le recuerda que todavía pertenece a algo más grande que el miedo: una comunidad de primos, vecinos, compañeros de trabajo y amigos dispersos que se sostienen con corazones y emojis en lugar de palabras.

Doscientas millas al sur, en Santa Ana, Pedro se recuesta en su Honda gris. El olor a tacos y asfalto húmedo se mezcla con el murmullo de la ciudad. Los murales de César Chávez y la Virgen de Guadalupe lo acompañan como santos de los trabajadores.

Desliza por TikTok: chistes, goles, risas, y de pronto una mujer canta una canción de cuna en español — la misma que su madre le cantaba cuando era niño. La melodía le sacude el alma. Siente ese vínculo invisible entre personas que no se conocen, pero comparten el mismo cielo y la misma incertidumbre.

Graba un video sobre su padre, que cruzó el desierto hace treinta años. Duda unos segundos — quizás es demasiado personal, piensa — , pero se deja llevar por el sentimiento y presiona “compartir”. Busca alivio en el eco de la memoria.

Sin saberlo, a pocas millas de allí, en un edificio sin ventanas, alguien podría estar mirando esa misma historia… no como recuerdo, sino como dato.

En ese edificio, donde las pantallas nunca duermen, hay quienes solo miran lo que otros comparten sin comprenderlo. Ven las fiestas, las oraciones, las risas, pero no sienten el sacrificio detrás de cada publicación. Ellos no oyen las voces. Solo escuchan señales, patrones y datos.

ICE — la Oficina de Inmigración y Control de Aduanas — levanta una torre invisible, tejida con códigos y algoritmos que rastrean nuestras huellas digitales, nuestras vidas y nuestros recuerdos. Lo llaman seguridad.

Pero detrás de ese nombre se esconde la vigilancia disfrazada. Porque cuando la protección se confunde con sospecha, la libertad se vuelve un rumor.

California intenta trazar una línea de esperanza: un recordatorio de que nuestros datos, nuestras vidas y nuestras historias nos pertenecen. Nuestras leyes de privacidad — la Ley de Privacidad del Consumidor (CCPA) y la CPRA— fueron escritas para proteger ese derecho. Pero todas estas leyes tiemblan ante la mirada federal del ICE. Una vez que nuestras fotos o mensajes llegan a sus sistemas, las promesas de protección se desvanecen como la neblina del amanecer en el Valle Central.

Pero todavía existe poder en quienes deciden usar su voz. El cambio no solo nace de las leyes: nace de cada persona que se atreve a mirar al frente y decir, con firmeza, “Mi libertad no es negociable.”

¿Y quiénes somos nosotros para defendernos, si ni siquiera somos escuchados? El gobierno dice hablar por nosotros, pero a menudo ni siquiera escucha las voces que más lo necesitan. Por eso la mejor solidaridad que tenemos es la unión: ayudarnos unos a otros, tender la mano al vecino, al compañero de trabajo, al desconocido que carga el mismo peso del silencio.

Todos llegamos aquí con una meta, con un sueño, con un propósito. Y todos merecemos una oportunidad de vivir sin miedo.

Porque esta historia no es solo la historia de María o de Pedro. Es la historia de miles de inmigrantes que viven cada día entre la esperanza y el temor. Y también es la historia de California misma: una tierra llena de oportunidades, de sueños, de sacrificios y de personas que no sabían lo que podían lograr hasta que llegaron aquí.

Entonces, si ICE construye una torre de vigilancia, que California construya algo más fuerte: una torre de conciencia, una muralla de compasión.

Que la risa de un niño en Bakersfield o una canción susurrada en Santa Ana no sean más que evidencia de vida.

Entonces, si ICE construye una torre de vigilancia, nosotros debemos levantar una torre de conciencia.

El poder ya no está en Washington; está en tu mano, en tu teléfono.

Protégete: usa contraseñas fuertes, activa la verificación en dos pasos, no compartas tu ubicación ni tus documentos en redes.

Informa a tu familia. Enseña a tus hijos que no todo se comparte, que su historia vale más que un “like”.

Apoya a organizaciones que defienden la privacidad digital de los inmigrantes — y exige a tus representantes que protejan nuestras voces en línea.

No dejes que el miedo te silencie.

Cada video, cada palabra, cada risa que compartas puede ser vigilancia o libertad — tú eliges.

Que cuando ellos vean “datos”, nosotros sigamos viendo vida.

(*) Dean Raymond Florez es un ex político estadounidense que se desempeñó como senador estatal de California por el distrito 16 del Senado.

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