El racismo y la xenofobia

Los debates sobre inmigración ha estado, históricamente, repletos de prejuicios

Somos una nación de inmigrantes a la que nunca le han gustado los inmigrantes.

Somos una nación de inmigrantes a la que nunca le han gustado los inmigrantes. Crédito: Archivo / AP

Inmigración

José Antonio Vargas, un periodista que se ha convertido en activista, expresó recientemente que “el racismo y la xenofobia no deben ser parte del debate sobre la inmigración, punto.”

¿No deben ser parte? El racismo y la xenofobia son parte permanente del debate sobre la inmigración.

Como aprendí durante los 25 años en que cubrí el tema desde su epicentro —en ciudades tales como Phoenix, Dallas y San Diego— sin racismo ni xenofobia, no habría debate.

Así es como se divide el diagrama: de toda la ansiedad y animosidad que experimentan los estadounidenses por la inmigración, 10% se debe a la inquietud por la seguridad fronteriza; 10%, al temor de que los inmigrantes cometan delitos; 10%, a la cólera por los beneficios que reciban; 10%, al temor de que no se asimilen y 10%, a que causen cambios demográficos. El otro 50% es por racismo y xenofobia.

¿Por qué ahorrar palabras? Los estadounidenses casi siempre desprecian a los inmigrantes por considerarlos inferiores a los que ya están aquí.

Así era cuando Benjamin Franklin, un inglés, sacudió su puño ante inmigrantes alemanes, a mediados del siglo XVII, declarando que “nunca adoptarán nuestro idioma ni costumbres, de la misma manera en que no adquirirán nuestra tez.” Y cuando se decía en la Costa Oeste, a mediados del siglo XIX, que los inmigrantes chinos no eran “asimilables”. Y cuando el senador Henry Cabot Lodge de Massachusetts advirtió, en 1905, que los inmigrantes (léase, los irlandeses) estaban “disminuyendo la calidad de nuestra ciudadanía”. Y cuando se criticaba a los inmigrantes italianos por ser presuntamente no instruidos y sucios y —no es una broma— oler a ajo. Y cuando, en una encuesta de opinión pública de 1938, aproximadamente el 60%o de los encuestados expresó tener una pobre opinión de los inmigrantes judíos, calificándolos de “codiciosos”, “deshonestos” y “agresivos”. Y podría continuar.

Hoy en día, el blanco es, a menudo, los inmigrantes latinos quienes —según los sitios web supremacistas disfrazados de salones intelectuales— diabólicamente, por arte de magia, privan de puestos de trabajo a los estadounidenses y al mismo tiempo se quedan en casa y cobran seguro de desempleo. Quieren convertirse en ciudadanos estadounidenses, y tener voz en el sistema político, lo que es un problema para los supremacistas. Pero también quieren no tener nada que ver con la ciudadanía, lo cual también es un problema. Los inmigrantes latinos hacen de todo —desde criar a nuestros hijos hasta limpiar ventanas de rascacielos— pero, aún así, en lo que respecta a muchos estadounidenses, no pueden hacer nada bien.

Somos una nación de inmigrantes a la que nunca le han gustado los inmigrantes. Nuestro lema nacional no es realmente E pluribus unum. Es más bien: Es el fin de nuestro vecindario.

Aún así, uno pensaría que un investigador con un doctorado de Harvard sería suficientemente listo para camuflar su racismo y su xenofobia.

No ocurrió eso con Jason Richwine, quien hasta hace poco ocupaba el puesto de analista de políticas senior en la conservadora Heritage Foundation. Con la intención de torpedear una propuesta de ley, presentada en el Senado por ambos partidos, para una reforma migratoria que conferiría categoría legal a millones de inmigrantes ilegales, Richwine fue uno de los autores de un estudio categóricamente desprestigiado, que decía que esa legislación costaría a los contribuyentes estadounidenses unos 6.3 billones de dólares, en el curso de los próximos 50 años.

No hubo mención alguna del contrapeso de billones de dólares generado, durante el mismo período, por nuevos impuestos, tanto para los inmigrantes como las empresas que los emplearan —así como tampoco de la expansión, incremento de productividad y puestos de trabajo en esas empresas debido a la disponibilidad de mano de obra inmigrante.

Lo que causó problemas a Richwine fue la revelación de que, en su disertación de 2009 en Harvard, sostuvo que los hispanos eran menos inteligentes que los blancos —en todos los casos y perpetuamente. Richwire no sostuvo que los inmigrantes hispanos eran intelectualmente inferiores a los estadounidenses blancos, lo que ya hubiera sido bastante inapropiado. Persiguió también a sus descendientes. Escribió lo siguiente: “Los inmigrantes que viven en Estados Unidos hoy no tienen el mismo nivel de capacidad cognitiva que los nativos. Nadie sabe si los hispanos alcanzarán alguna vez una paridad de cociente intelectual con los blancos, pero la predicción de que nuevos inmigrantes hispanos tendrán hijos y nietos con cociente intelectual más bajo es difícil de refutar.”

Ajj. Por lo menos Benjamin Franklin lo hizo con más estilo.

Poco después de que surgiera a la luz su tesis, Richwine renunció a su puesto. No obstante, después de los primeros informes, la Heritage Foundation manejó mal todo el episodio.

¿Y qué es eso de la disertación? En reconocimiento a su brillantez, mi alma mater —John F. Kennedy School of Government— concedió a Richwine su doctorado. Pero no se preocupen. Según una declaración del decano, David Ellwood, esas diatribas racistas fueron examinadas por un “comité de académicos.”

Cambridge, tenemos un problema. Estados Unidos, tú también.

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