Papeles: Mis papeles panameños

Con el pánico sufrido me olvidé de esos dólares. Si aparece mi nombre en los papeles de Panamá es por ese concepto.

El escándalo de "Panamá Papers" abarca a países de todos los continentes.

El escándalo de "Panamá Papers" abarca a países de todos los continentes. Crédito: BBC

Antes de que alguna filtración me delate como sucede con los encartados por los papeles de Panamá, me curo en salud y me anticipo a solicitarle a la autoridad competente que me investigue.

Porque admito que puede haber dólares míos en Panamá. La cosa fue así:  Hace unos treinta años, nos aprestábamos a aterrizar en medio de un aguacero de los que le volvían agua la boca a Noé. No se veía ni para soñar. El piloto, por equivocación debida al mal tiempo, tomó la pista por la mitad.

Donde no hubiera levantado el vuelo de nuevo, este servidor sería un punto aparte en la gramática del universo. (Cuando aterrizamos, un colega daba el extra radial sobre un amago de terrible accidente aéreo. Tuve la extraña sensación volver a vivir sin haber muerto).

Al momento del frustrado aterrizaje jugaba ajedrez con el fallecido Carlos Murcia, de El Espectador. El susto fue tal que en segundos se agotó una botella de güisqui que circuló un etílico samaritano.

Con anterioridad, y como solía hacerlo, este inteligente servidor había dividido sus austeros viáticos. Puse la mitad de la fortuna (¿doscientos dólares?) en el asiento de adelante donde se aburren las revistas y el manual  de emergencia que nadie lee. Es de mal agüero.

Con el pánico sufrido me olvidé de esos dólares. Si aparece mi nombre en los papeles de Panamá es por ese concepto. De pronto con los intereses de 30 años me convierta en un rico más a mis espaldas, como sucede con la lotería ganadora que nunca cobramos. (Acreedores, no acosen que a todos los despacho).

Cubría en Panamá la posesión de algún presidente. Por los hermanos venecos asistió Luis Herrera Campins a quien me topé en un pasillo. Lo saludé mal: “¡Presidente Caldera!”, su antecesor y contrario.  Me decapitó con su mirada y bigote de cantante de boleros por ponerlo a vivir en cuerpo ajeno. En la rueda de prensa me abstuve de hacerle preguntas.

Soy ateo de días impares y escéptico de los pares como para dejar claro que ando de pipí cogido con mis contradicciones de septuagenario. Mi ateísmo termina cuando me trepo al avión. Un centímetro por encima del suelo me convierte en más creyente que todos los testigos de Jehová juntos.

Embolaté a mis padres diciéndoles que tenía vocación de cura. Falso: lo que quería era lucir pantalones largos y viajar dentro del ruido, el que producía el avión que me llevó al seminario. Ellos querían un papa, terminé de aplastateclas. Lo siento.

El regreso del seminario lo hice un lluvioso mes abril. Viajé en proletaria flota Arauca que me depositó con mis sueños teológicos en la autopista, cerca del Gran Pandequeso, un sitio adonde íbamos a buscarle salida a la lujuria. Y con bagaje suficiente para no aparecer en papeles panameños.

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