Papeles: Bien estar
He tenido tan buena salud desde siempre que me declaro candidato a morir de puro aliviado.
Con el sol a la espalda, recién graduado de setentón podría decir, copiándome de alguien, que el bienestar consiste en haber vivido de tal modo que si tocan a la puerta de tu casa en la madrugada es el lechero, no la policía ni los empleados de la funeraria.
Inevitable asociar bienestar con salud. El diccionario de la Academia lo define en su tercera acepción como “estado de la persona en el que se le hace sensible el buen funcionamiento de su actividad somática y síquica”. Confieso que me sentí biografiado por los rostros de madera de la Real Academia.
He tenido tan buena salud desde siempre que me declaro candidato a morir de puro aliviado. Desagradecido, apenas sí les he dado las gracias a las carnes y huesos que me han acompañado. Aprovecho para saludar a mi silla turca y a mi esternocleidomastoideo.
Un cáncer me hizo visita de médico. Lo tomé como un memorando a mi hoja de vida a través del cual quedé notificado de que soy mortal. Me hizo prometer que sería mejor sujeto. No recuerdo si lo he intentado siquiera.
Cualquier homo sapiens empieza por ser inmortal y termina en el cementerio, como los que se creían imprescindibles. Somos inmortales en la medida en que hay una época de la vida en que no pensamos en la muerte. (Los estoicos entienden la felicidad como ausencia de infelicidad. Simple, perogrullesco, pragmático).
A los veinte años, no sabía qué hacer con mi vida. A eso lo llamaban angustia existencial. Me sentía sin norte ni sur, pero, parodójicamente, nunca me he sentido tan vivo a lo largo de mi viaje a Itaca.
Si pudiera repetir edad, escogería ésta, por lo exigente, mágica, desconcertante, creadora.
Terminé las décadas de los veinte-treinta casado con la mujer de todas mis vidas, con dos hijos espléndidos, cuatro nietos, y con el oficio, el periodismo, que me ha permitido ganar la vida y para la vida. He sido tan exitoso en este oficio que nunca conseguí plata.
Son más frecuentes las visitas a los médicos a los que empezamos a amar tardíamente. Nos ayudamos con pepas que dan lo que natura va negando. El señor Alzheimer empieza sus coqueteos haciéndonos olvidar dónde dejamos las llaves, las gafas, la billetera, las ilusiones.
Desde hace unos meses estoy instalado en los setenta. No le he tenido bronca a la vida, así que nos llevamos bien. Sin las afugias de marcar tarjeta o recibir memos del jefe, voy quemando los últimos cartuchos. Me falta manejar tractomula, bailar trompos en la uña, escribir novelas, cuentos. Algo tenía que dejar para vidas futuras.
A estas alturas del partido sigo haciendo lo mismo de siempre: Leer y escribir. Y ennietezco, la más bella forma de envejecer. Espero que el bienestar que me ha acompañado siga a mi lado, como la huella digital. Lo mismo les deseo a los desocupados lectores.