¿Cuál era la idea de felicidad de los aztecas y qué podemos aprender de ella?
Montaron un imperio con una cultura de gran riqueza filosófica. Para ellos, ser feliz y tener una buena vida no estaban vinculados, y creían que lo mejor era aspirar a lo segundo
Había filósofos y sofistas, educación formal para enseñar valores e ideas profundas sobre la vida, todo lo cual fue plasmado en tratados, exhortaciones y diálogos.
No se trata de la antigua Grecia, sino del imperio azteca.
Entre los siglos XV y principios del XVI, los aztecas montaron un imperio con una cultura de gran riqueza filosófica en lo que hoy es el centro y sur de México.
“Tenemos muchos volúmenes de sus textos grabados en su lenguaje nativo, el náhuatl”, escribió Lynn Sebastian Purcell, profesor asociado de filosofía en la Universidad Estatal de Nueva York (SUNY) en Cortland, EE.UU., en un artículo publicado el año pasado en la revista de divulgación científica Aeon.
“Si bien pocos de los libros pre coloniales de tipo jeroglífico sobrevivieron a las quemas españolas, nuestras principales fuentes de conocimiento derivan de los registros realizados por los sacerdotes católicos hasta principios del siglo XVII”, agregó.
Purcell ha investigado extensivamente sobre filosofía y ética antigua, en particular de América Latina y, todavía más en concreto de los aztecas.
“Encuentro fascinante que los nahuas (aztecas) fueran otra cultura pre moderna con una ética de las virtudes, aunque bastante diferente a la de Aristóteles y Confucio”, contó a la Asociación Estadounidense de Filosofía (APA, por su siglas en inglés) en una entrevista de 2017.
Sin embargo, también reconoció que le resultaba atractivo ahondar en un campo donde, a lo largo de todos estos siglos, la academia había dejado un “evidente vacío”.
Incluso agregó que los dos grandes estudiosos de la filosofía azteca, el antropólogo mexicano Miguel León-Portilla y el filósofo estadounidense James Maffie, hicieron un gran trabajo en analizar su metafísica, pero no su ética.
La buena vida
El famoso Códice Florentino, una recopilación de conocimientos de los aztecas realizada por el misionero franciscano español Bernardino de Sahagún, reproduce el discurso de un rey antes de asumir su puesto.
Allí habla de cómo vive un hombre “venerado”: es “defensor y sustentador”, dice, “como el árbol de ciprés, en el cual las personas se refugian”.
Pero ese mismo hombre también “llora y se aflige”. El rey entonces se pregunta: “¿Hay alguien que no desee la felicidad?”.
El texto, según Purcell, muestra una de las mayores diferencias entre la filosofía de la antigua Grecia y la del imperio azteca.
“Los aztecas no creían que hubiese ningún vínculo conceptual entre llevar la mejor vida que podamos por un lado, y experimentar placer o ‘felicidad’ por el otro”, escribió.
Es decir, para ellos tener una buena vida y ser feliz no estaban asociados, algo que puede resultar extraño dada la tradición filosófica de Occidente.
Tierra resbaladiza
En un artículo premiado por la APA como mejor ensayo sobre América Latina de 2016, Purcell explicó que esta disociación tiene su raíz en un problema existencial descrito por los filósofos o tlamatinime.
Existe un refrán azteca que resume este problema y que podría traducirse como “resbaladiza, escurridiza es la tierra”.
“Lo que querían decir es que, a pesar de tener las mejores intenciones, nuestra vida en la tierra es una en la que las personas son propensas al error, propensas al fracaso en sus objetivos y propensas a ‘caer’, como si estuvieran en el barro”, detalló Purcell.
“Además, esta tierra es un lugar donde las alegrías solo llegan mezcladas con dolor y complicaciones“.
Los aztecas creían que por más bueno, talentoso o inteligente que fueras, podrían pasarte cosas malas. O incluso podrías equivocarte, resbalarte y caer.
Por eso, antes que buscar deliberadamente una felicidad que, en el mejor de los casos, sería pasajera y azarosa, el objetivo para los aztecas era llevar una vida digna de ser vivida.
Cuatro niveles
Para definir lo que es una vida que valga la pena ser vivida, los aztecas usaban la palabra neltiliztli, que puede traducirse como “arraigada” o “enraizada”.
Esta vida arraigada podía alcanzarse en cuatro niveles, escribió Purcell en un artículo también publicado en Aeon pero en 2016.
El primer nivel “comienza con el propio cuerpo, algo que a menudo se pasa por alto en la tradición europea, preocupada por la razón y la mente”, afirmó el filósofo.
Para ello, los aztecas tenían un régimen de ejercicios diarios sorprendentemente similar al yoga.
El segundo nivel implica enraizarse con la psiquis propia, un concepto que igual no abarcaba solo la mente, sino también los sentimientos.
Tercero estaba la comunidad, algo de crucial importancia para los aztecas.
A diferencia de Platón o Aristóteles, que planteaban una ética de las virtudes centrada en el individuo, esta civilización indígena ponía el eje en la sociedad.
Una vida digna de ser vivida no era posible sin lazos familiares, con amigos y vecinos, esos que te ayudarán a levantarte tras las inevitables caídas en la tierra resbaladiza.
Por último estaba el arraigo a teotl, una deidad que no era otra cosa más que la naturaleza.
Es así que este cuarto nivel se lograba con los tres anteriores, pero componiendo filosofía poética se lograba aún más rápido.
La decisión de Ulises
A veces, las ideas filosóficas de los aztecas son recibidas con cierto escepticismo.
Es así que, en sus clases en SUNY, Purcell suele usar “La Odisea” de Homero para explicar por qué esta civilización indígena tenían razón en afirmar que la felicidad es un objetivo de vida malo.
En un pasaje del poema épico griego, el protagonista, Ulises, lleva siete años viviendo en una isla paradisíaca con la diosa Calipso.
La diosa, entonces, le plantea una disyuntiva: puede quedarse con ella y gozar de la inmortalidad y juventud eterna en la isla, o volver al mundo real, lleno de dolores y sacrificios, pero donde también habita su familia.
Ulises “decide aventurarse en aguas abiertas en un barco desvencijado en busca de su esposa y su hijo”, recapituló Purcell en el artículo de la APA.
Es entonces que le pregunta a sus alumnos qué hubiesen elegido: “Nunca tuve a nadie que estuviese en desacuerdo con Ulises”.