Jessika, una mexicana en Wuhan frente al coronavirus
Fue a visitar a su novio para celebrar el Año Nuevo Chino
MÉXICO – Mientras se vestía cuidadosamente para la cena del Año Nuevo Chino, Jessika Terrazas McKay, una mexicana del estado de Tlaxcala que había ido a visitar a su novio a la provincia de Hubei, donde éste daba clases de inglés, recibió un mensaje de correo electrónico escrito por su cuñado preguntando cómo estaba de salud. Era el 16 de enero pasado.
“Hay avisos de una enfermedad respiratoria que surgió en un mercado de mariscos de Wuhan (capital de Hubei)”, leyó Jessika. Ella no le dio mucha importancia y respondió con una broma porque tanto ella como su novio Grant son vegetarianos. “Bueno… nosotros seguro no iremos para allá”.
Una vez arreglada para la fiesta, la pareja se entregó a la ciudad. Salió a la calle festiva donde iban y venían hombres y mujeres alegres en áreas públicas para bailar, hacer tai chi, pasear entre los rascacielos y las vendimias bulliciosas sin más límites que los cuidados de abrigo necesario para una noche de invierno.
Una semana después, la jefa del trabajo de Grant les alertó sobre la necesidad de cambiar la fecha del vuelo de regreso a México que tendría Jessika el 1 de febrero. Ella marcó a la aerolínea donde compró los boletos y le dijeron que no sabían nada al respecto, que probablemente para la fecha del retorno “todo estaría normal”.
Jessika se tranquilizó y en pareja salió a tomar un buble milk tea al restaurante Happy Lemon. Para su sorpresa, las calles estaban tristes y vacías en comparación con el habitual bullicio y aparente caos. Atribuyeron la falta de gente a las vacaciones: tal vez habían salido de la ciudad.
Aún así, el ambiente estaba enrarecido: la poca gente que deambulaba usaba mascarilla y sus amigos locales ya no quisieron reunirse con ellos tal y como habían quedado. Regresaron al departamento, un loft de unos 40 metros cuadrados empotrado en un rascacielos que Grant rentó al mudarse de Estados Unidos para dar clases de inglés.
La realidad era la siguiente: entre el 31 de diciembre y el 17 de enero, el número de casos confirmados en China subió de 27 a 62 y desde el 20 de enero los casos se contaban por miles.
El máximo líder del Partido Comunista, Xi Jinping, reconoció ese día (el 20) que se debía “prestar atención” y se debían hacer “grandes esfuerzos” para prevenir y controlar la enfermedad sobre la cual se venía hablando desde diciembre pasado por la Comisión de Salud de Wuhan. En ese entonces la llamaba “neumonía desconocida” antes de darle el nombre oficial: coronavirus.
¿Qué hago aquí?
Jessika se quedó en una pieza: estaba en el epicentro, en la cuna de una enfermedad rara (también se decía que provenía del consumo de murciélago), poderosa y sin vacuna. Con todo, ni ella ni su novio eran conscientes del poder de contagio y propagación, así que el 24 de enero salieron al supermercado, donde no los dejaron entrar sin mascarilla y tuvieron que comprarlas.
Más tarde hubo una reunión en la empresa para la que trabaja Grant para informarles, entre otras cosas que ya no había vuelos, trenes o autobuses para salir de Xiangyang. Jessika volvió a llamar para investigar sobre los boletos de avión, pero ya no había vuelos y no “tenían idea” para cuando reprogramarlos por el cierre de fronteras.
“La aerolínea decidió no devolverme ni un peso”, reflexiona en entrevista con este diario y en cada día de su encierro.
¿En qué momento se quedó atrapada en China y dejó atrás su trabajo como profesora de ciencias sociales en el Instituto Tecnológico de México, en Tlaxcala?¿En qué momento podía terminar en un hospital enferma de Covid-19?
Desde los primeros días de su ingreso a China, Jessika estuvo expuesta al contagio. No había porotocolos rigurosos como ahora que se ordena el distanciamiento social, el lavado constante de las manos y uso de mascarilla. Y ella aterrizó en el epicentro de la pandemia.
Conoció a Grant, a finales de mayo de 2017 en un hostal de París cerca de Gare du Nord. Ella venía de Milán y no encontró ningún Airbnb disponible. Nunca se había hospedado en un hostal, pero al no haber otra opción, la tomó. Durante el desayuno, un chico de Finlandia se acercó a preguntar si podía compartir la mesa con sus amigos. Ahí estaba Grant, un estadounidense viajero.
En ese tiempo vivía en Alemania y pasaba unos días de paseo en Francia. Hablaba español y se volvió el intérprete de Yessika para el grupo porque el inglés de ella es básico. Intercambiaron correos y cuando en junio volvió a México se hicieron amigos en Facebook.
La visitó dos veces en México antes de encontrar empleo como profesor de inglés en China. En junio de 2019, la invitó a pasar un mes en el Gigante Asiático (el máximo de estancia para turistas es de 60 días, pero se debe salir después de los 30 primeros días y regresar para completar los otros 30 días) por lo cual ella regresó enero a la segunda estancia.
La capital de la provincia de Wuhan está a dos horas de distancia de Xiangyang, donde radica Grant. Por ello, tenía que tomar un tren. El la recogió en el aeropuerto y abordaron el ferrocarril que iba lleno, tan lleno como sólo se puede hacinar la gente en un país de mil millones de habitantes que pelea centímetro a centímetro por un lugar.
Caminaron un poco entre los vagones sin éxito para sentarse. La pareja se quedó de pie y desde lo alto pudo ver que muchos llevaban cubrebocas y tenían muy mal aspecto, de enfermos. “Se veían muy cansados, como si no hubieran dormido mucho tiempo”. Una señora ofreció comprimir su espacio para que Jessica pudiera sentarse. Quedaron tan unidos sus cuerpos sobe el asiento que entre cada pierna no cabía ni un hilo.
El encierro
Jessika no tenía síntomas derivados del coronavirus, ni fiebre, ni tos seca, ni falta de aire para respirar cuando las autoridades confinaron a finales de enero a 11 millones de habitantes en 19 ciudades de la provincia de Wuhan. El resfriado que tenía al llegar se pasó pronto por lo que sus preocupaciones comenzaron a ser otras.
“Pasé de una relación a distancia con mi novio, a estar con él todo el tiempo, veinticuatro por veinticuatro horas del día”.
El aislamiento bloqueó entradas y salidas, comercios, oficinas, parques y cualquier reunión. Sólo quedaron abiertos los supermercados durante cuatro horas al día, razón por la cual la gente empezó a organizarse para hacer comisiones y hacer compras comuntarias.
Desde un piso 16, Jessika observó cómo la ciudad se quedó poco a poco desierta y el sentido de disciplina de los chinos: todos con mascarilla cuando salen, guantes desechables, cooperantes. “Es increíble el nivel de obediencia que tienen”.
Dentro del departamento, ella y su novio han pasado pruebas de fuego: milagrosamente no se les desarrolló la enfermedad y las discusiones han sido mínimas (alguna vez por el estilo de lavar los trastes de uno). El resto del tiempo se aman, leen, cocinan vegetales y arroz que llevan autoridades.
El 18 de marzo, el Ministerio de Salud de China anunció que la ciudad de Wuhan, epicentro del brotede coronavirus, y la provincia de Hubei, no reportaron nuevos casos como resultado del aislamiento y dio una luz en la azotada región.
A esa fecha se contabilizaban en el país 80, 928 casos confirmados y 3,245 fallecimientos. Otras 70 mil 420 personas han sido dadas de alta y 7.263 permanecen en tratamiento amén de la propagación por el mundo.
En Xiangyang, Jessika y su novio también tienen buenas nuevas. En los últimos días se les permite salir siempre y cuando lo reporten al Estado a través de una aplicación para residentes y, en el caso de los extranjeros, en el área administrativa del edificio, donde recientemente una oficial a cargo les ofreció un pan mientras esperában hacer el trámite. “Nos ofreció que tomáramos mermelada de su propio frasco, un gesto que dice mucho”.
Si las cosas siguen así, Jessika calcula que abrirán los templos y volverá el trajín y la comida holística, con sus diferentes tipos de frijol, granos, raíz de loto, sésamos, camotes… que comerá apenas se abran las puertas. Ya verá cuando regresa a México, su única incertidumbre por ahora.