Son trabajadores “de primera línea” en Estados Unidos y son mexicanos

Son vendedores de alimentos y medicamentos, preparan comida, reparten productos indispensables para el funcionamiento básico de una comunidad

Gilberto Jiménez, un trabajador agrícola en los campos de Carolina del Norte

Gilberto Jiménez, un trabajador agrícola en los campos de Carolina del Norte Crédito: Gilberto Jiménez | Cortesía

MÉXICO – Son vendedores de alimentos y medicamentos, preparan comida, reparten productos indispensables para el funcionamiento básico de una comunidad; producen frutas y vegetales, organizan almacenes o transportan de aquí para allá lo que aún hace posible cierta normalidad en medio de la pandemia de COVID-19.

Oficialmente los llaman “trabajadores de primera línea” y, según el estudio Developing America. Frontline Workers, del Departamento de Comercio de Estados Unidos suman en este país 24 millones de personas sin contabilizar a los migrantes que, en su mayoría sin documentos, son parte esencial en este perfil de empleos, muchos de ellos, sin la debida protección.

En los últimos días, centenares de trabajadores de almacenes de Amazon denunciaron que la multinacional no provee el equipo necesario para salvaguardarse de los contagios y comenzaron a excusarse con reportes de enfermedades, un pretexto que no funciona en caso de los indocumentados que su ausencia equivale a cero ingresos.

Un equipo de voluntarios para repartir alimentos en Atlanta, UFW Union.

“Tengo más miedo de deber la renta que del  coronavirus”, dicen algunos de los entrevistados telefónicamente por este diario. “No tengo opción”, argumentan otros tras la decisión del presidente Donald Trump de excluir a los indocumentados de la ayuda oficial por desempleo.

A principios de abril, los demócratas del Senado presentaron la propuesta  “Fondo para Héroes” COVID-19 que pretende recompensar, retener o reclutar a trabajadores esenciales con un aumento equivalente a $13 adicionales por hora hasta el 31 de diciembre del 2020, pero la iniciativa no avanza en tanto el coronavirus se cobra la vida de más de 55,000 y se ensaña con un millón de infectados.

Aquí les presentamos algunas historias de esos trabajadores de primera línea cuya importancia les impide quedarse en casa.

Gilberto Jímenez, 38 años

La pandemia de COVID-19 llegó a Estados Unidos cuando las cosechas en sus campos estaban a todo lo que da y así siguieron: con miles de trabajadores mexicanos sobre los surcos. Gilberto Jiménez, oriundo de Tlaxiaco, Oaxaca, tenía encima la cosecha de sandía cuando se enteró del coronavirus, siguió otra de fresa y ya comenzó el cultivo de cacahuate; el algodón y tabaco, pronto.

“Sería un desastre si paramos, no podemos ni por el coronavirus”, concluye.

No sólo la ruina para él mismo, sino para su familia, su esposa y niños de 13 y 15 años, a quienes no toca desde hace tiempo. Al llegar a casa se quita la ropa y se baña. Come. Duerme afuera de la casa donde construyó un cuarto extra hace tiempo como un lugar de recreo con mesa de billar y sin pensar que sería su recámara para evitar un día contagiar a su familia si él se infecta.

Porque el riesgo está ahí, latente, aunque la empresa para la que trabaja es pequeña. En comparación con algunos gigantes de la agricultura del sur de Estados Unidos, que sacan de un tirón unas 5,000 hectáreas, su patrón, un gringo muy familiar en Robertson Ville, Carolina del Norte, sólo cosecha alrededor de 250 hectáreas con alrededor de ocho jornaleros que trae de México, de San Luis, Nayarit, Jalisco

Trabajadores esenciales. UFW Union.

Gilberto Jiménez coordina a todos ellos, los recoge, los entrena, les da instrucciones de cómo hacer las cosas mientras el propietario y dueño de la empresa se encarga del área comercial, de buscar clientes en equipo con la esposa que hace las compras de despensa para la comida que los campesinos comerán en la semana.

—Aquí todos nos la estamos jugando —dijo Gilberto Jiménez en entrevista telefónica.

El otro día uno de los jornaleros dijo que le dolía el pecho que le faltaba aire y por poco le da un patatús a la mitad del surco. La cuñada del patrón lo llevó al hospital donde trabaja como doctora, lo metió a urgencias, lo pasaron por todas las pruebas: no era coronavirus, era asma. ¡Pero qué susto!

Desde entonces todos se lavan las manos cada 20 minutos y desinfectan con jabón, cloro y pinol y nada de abrazos o piquetes de ombligo. Para guardar distancia, nada mejor que el campo abierto.

David Orozco, 58 años

David Orozco a punto de abordar el transporte de carga en California- Cortesía

Pasaron 40 años desde su asentamiento en California para que los Orozco, nativos de Jalisco, para que se dieran cuenta de que son imprescindibles para la economía estadounidense. La madre es limpiadora; la hija es técnica en ultrasonidos y el padre es un chofer de transporte de mercancías que diariamente sale a las calles.

—Gracias a Dios que tengo trabajo — se dice a sí mismo antes de salir de su casa en Morgan Hill hacia Sacramento o Nevada, dos destinos a donde lleva materiales para construcción a las tiendas de Home Depot para evitar que las viviendas comiencen a deteriorarse con el paso del tiempo, principalmente, un trabajo que conserva desde hace 23 años.

David Orozco aún tiene una hipoteca por pagar de 3,500 dólares mensules. Se levanta al alba y se lanza a la carretera en solitario sin más compañía que la radio, sin contacto humano hasta que llega al punto de entrega y se asoman algunas complicaciones. Hace algunos días, un muchacho del almacén tenía ataques de tos y al poco tiempo se desapareció.

Los cuchicheos no faltaron: “Tenía coronavirus”.

Fue un golpe para David Orozco que tiene una buena amistad con varios de los estibadores con quienes almorzaba frecuentemente en el comedor de la empresa, donde calentaba el luch que llevaba de casa y se ponía a hablar, a reírse a vacilar. Ahora sólo los mira de lejos: entrega los papeles, espera la descarga y se va.

Jaime Martínez, 42 años

De la noche a la mañana, el coronavirus se ensañó con los vecinos de Buford Highway, en Atlanta. Su furia no fue por la vía de la salud, sino con la endeble economía de sus habitantes, principalmente inmigrantes empleados en las cocinas y negocios que tuvieron que cerrar por la pandemia del coronavirus.

Sin documentos para reclamar un seguro de desempleo, la mayoría de ellos se quedó sin un peso, ni siquiera para los desayunos de sus hijos y con el miedo al contagio metido en las venas.  “Era un desgracia total”, recuerda Jaime Martínez, un mexicano que trabajaba en una iglesia presbiteriana preparando banquetes.

Cortesía Jaime Martínez.

El templo lo “descansó” y conservo casi todo el salario, pero él no se fue a casa. Se inscribió como voluntario para repartir alimentos entre los más hambrientos y son muchos.

Jaime Martínez empieza su labor a las 10:00 de la mañana para recoger los desayunos que la escuela pública mantiene para los niños. Reparte unos 200 paquetes diariamente con leche, cereal, fruta, jugo, zanahorias y, al terminar, cambia de objetivo.

El chef del restaurante Eugene Kitchen se solidarizó con los más vulnerables y prepara para donación miles de paquetes de almuerzo. Jaime Martínez reparte unas 500 para desempleados de cocinas, car wash, limpiadores de casas, oficinas…, por las tardes, junto con otros voluntarios de la organización Los Vecinos de Buford Highway.

“Uso mascarilla, guantes, sanitizador, trato de no tener el contacto mínimo”, cuenta.

Cuando Jaime Martínez llega a los edificios, un representante recibe los luches y los reparte entre las familias. Ese es el proceso regularmente, salvo algunas excepciones como en días pasados que llegó a un condominio que por su lejanía pocas veces llega la ayuda. Entonces salieron corriendo los niños y se acercaron mucho para arrebatar la comida entre risas y brincos.

“Fue un día muy bonito”.

Octavio Elvira, 45 años

Sin el trabajo de Octavio Elvira, los alimentos no perecederos, o sea, enlatados o embotellados,  no estarían en los supermercados porque antes de estar ahí se trasladan de las fabricas a bodegas como en la que este michoacano trabaja desde 2008 en York, Pensilvania. Un amigo lo invitó y a él le gustó porque pagan bien, lo suficiente para ir construyendo poco a poco una casa en Cuitzeo.

Le gustaría retirarse a su pueblo natal de donde salió hace décadas, pero aún no está preparado para la jubilación y tiene que trabajar. A ratos le pesa y a ratos agradece tener empleo en medio de la pandemia, en medio de la noche (su horario inicia a las 6:30 de la mañana y termina a las 6:30 de la tarde) y entre gente que de un día para otro deja de ver.

Octavio Elvira trabaja en un almacen de alimentos en York

“De pronto no sabemos si se contagiaron”, cuenta.

Por salud mental, Octavio Elvira dejó de hablar de COVID 19 entre sus compañeros dominicanos, salvadoreños, hondureños, africanos, puertorriqueños  de los que guarda cada vez más distancia. Mejor se entiende con Jeniffer, un robot al que le da instrucciones de cómo debe movilizar las cajas con los productos que saldrán disparados hacia el mundo.

“Vivo solo, no tengo que dar cuentas a nadie, pero convivo con dos mexicanos más que trabajan en el campo y son como mi familia, por quienes también me debo cuidar”.

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