Los senadores, en inmigración, tienen ahora la palabra
David Torres es asesor de medios en español de America's Voice
Algunas veces alicaída, otras veces medianamente esperanzadora, la postergada reforma migratoria ha representado para la historia contemporánea de Estados Unidos un episodio de altibajos que, si no arrastrara consigo las vidas de millones de seres humanos, no sería más que un tema menor del anecdotario americano.
Pero resulta que durante las tres últimas décadas, la promesa de una reforma migratoria ha sido el asidero más concreto de cientos de miles de familias trabajadoras que persisten en creer que, ahora sí, la próxima es la buena, la que los integrará de lleno al experimento social estadounidense por el que han sacrificado literalmente todo; desde el abandono de sus países de origen, hasta la imposibilidad de volver a ver a sus seres queridos durante décadas. En ocasiones, incluso, jamás los vuelven a ver, ni abrazar.
Por eso cuando surgen nuevas esperanzas de un alivio migratorio, como el reciente voto en la Cámara Baja que aprobó el Proyecto Para Una Mejor Reconstrucción (BBB), por 220 a 213, algo se vuelve a mover en la psique del inmigrante que le impide bajar la guardia en su empeño por ser tomado en cuenta alguna vez como sujeto de plenos derechos en este su país de adopción.
Y aunque esta pieza legislativa sólo proveería en una primera instancia permisos de trabajo y protecciones contra la deportación durante 10 años, la sola posibilidad de trabajar sin el temor a ser expulsado del país hace retomar momentáneamente la serenidad. Esto, siempre con la intención de no olvidar que la lucha original era y es la regularización migratoria de más de 11 millones de indocumentados para que puedan tener posteriormente una vía a la ciudadanía.
Incompleta en muchos sentidos para los intereses originales de esos millones de indocumentados y sus aliados, la aprobación de la ley BBB ha pasado ahora al Senado igualmente para su debate y posterior votación, en medio de una nube de especulaciones y escenarios desalentadores —como la necia postura en contra por parte de los demócratas Joe Manchin (WV) y Kyrsten Sinema (AZ), así como de la asesora del Senado, Elizabeth McDonough—, pero que no deja de ser un impasse político que da un nuevo impulso a la esperanza.
Hay recriminaciones, por supuesto. Sobre todo hacia la parte que más ha prometido, pero que más ha demostrado debilidad, como los demócratas, a la hora de concretar lo definitivo, lo tantas veces esperado. También se señala directamente al recalcitrante e hipócrita bloqueo republicano, que no solamente se opone a cualquier beneficio migratorio por cuestiones político-ideológicas, sino que incluso ha sido capaz de encumbrar durante cuatro años (2016-2020) al expresidente más antiinmigrante y racista que haya tenido Estados Unidos en su historia reciente.
Pero más allá de las acusaciones mutuas, lo que se debería priorizar no es quién gana más aplausos por parte de sus respectivos seguidores, sino quién es capaz de entender verdadera y esencialmente lo que significa emigrar en este Siglo XXI, que prometía ser un escenario económico y político diferente, apoyado por la tecnología, la que supuestamente ayudaría a resolver en mucho los problemas más apremiantes del planeta.
Sin embargo, ya hemos visto que no, que este siglo ha sido la paradójica plataforma en la que se han exacerbado aún más las distancias entre quienes lo tienen todo y los que no tienen nada; un siglo en el que millones de seres humanos se siguen desplazando por todo el planeta en busca de refugio, mientras asquerosamente se convierte en noticia más importante la fortuna del hombre más rico del mundo; un siglo en el que las fórmulas para acabar con la pobreza chocan con las fórmulas perversas para seguirla manteniendo igual o tornarla peor; un siglo, en fin, en el que un virus mortal ha dictado la pauta para la movilidad o el estancamiento de la sociedad mundial.
No se sabe si la voluntad final del Senado estadounidense se encamine hacia la postura histórica de beneficiar, ahora sí, a millones de inmigrantes indocumentados que han demostrado con creces lo que significa su fuerza laboral, social, cultural, económica, histórica, lingüística, fiscal y política. Lo que sí se sabe es que mientras el Senado siga siendo un obstáculo para los inmigrantes y se oponga a su inclusión plena en el país, las fuerzas antiinmigrantes se seguirán reacomodando y fortaleciendo con el único fin de satanizar, insultar y atacar un fenómeno como el migratorio que no les da la gana estudiar ni entender, pero del que también son y han sido parte, lo acepten o no.
Y eso, en resumidas cuentas, puede convertirse en el preámbulo de otra barbarie en contra de la democracia, que tan buen resultado da al ala más antiinmigrante de Estados Unidos.