El infierno, Los Ángeles y el ‘Sueño Americano’
En las zonas más complicadas para vivir en Los Ángeles se entrelaza el mundo de las drogas, las pandillas y el de la inmigración indocumentada; pero este último fenómeno no se explica por los primeros, sólo coinciden
El próspero estado de California es quizás uno los lugares más contrastantes que existe en Estados Unidos. Aquí conviven la abundancia en recursos naturales, las tierras agrícolas más fértiles, la tecnología más avanzada y los multimillonarios más exitosos del mundo con la miseria más atroz, la pobreza extrema, la mendicidad, la drogadicción, las enfermedades mentales y la explotación laboral extrema. Ciudades como San Diego, Los Ángeles o San Francisco son fiel muestra de estas enormes contradicciones que asquean y se manifiestan de manera repugnante. Asimismo, son el reflejo fiel de un sistema hipócrita, producto de la desigualdad extrema, la avaricia y el capitalismo de última generación.
Visité la ciudad de Los Ángeles en los días pasados y me hospedé en el centro de la ciudad, una zona donde sólo caminas unos pasos y te encuentras con un indigente o un consumidor consuetudinario de alcohol o de estupefacientes (varios) que se ve ya perdió, desde hace mucho, cualquier dejo de razón. Por la noche se escuchan gritos, peleas callejeras y agresiones de todo tipo. Cuando escuchaba las patrullas recorriendo la ciudad, reflexionaba sobre lo que debe ser formar parte de la policía de la ciudad de Los Ángeles; debe ser una labor bastante difícil. Y gracias a John Sullivan—quien me guio por algunas de las zonas más emblemáticas y difíciles de la ciudad—aprendí un poco sobre la complejidad de dicha institución y la labor de sus miembros.
También me tocó vivir una experiencia interesantísima y a la vez bastante deprimente. Tuve la oportunidad de realizar una visita a pie por las calles de la zona conocida como Skid Row y el parque MacArthur en compañía de Agustín Duran, experimentado periodista (ahora editor en el diario La Opinión de Los Ángeles), quien conoce todos los rincones de esa compleja ciudad, donde conviven la riqueza más obscena, las drogas y la mendicidad. En esta ocasión, Agustín me preguntó si quería caminar por esas calles difíciles, a cuya invitación no me pude negar. No es lo mismo hablar de la crisis del fentanilo o del mercado de drogas en Estados Unidos desde el escritorio que palpar directamente esta triste realidad.
Tanto en Skid Row como en el parque MacArthur, los adictos consumían su “droga de elección” sin ninguna restricción—aún en presencia, o más bien cerca, de la policía de la ciudad. La destrucción física, mental y moral de estos seres humanos parecía evidente; era desgarrador verlos así. También era aparente la pérdida de conciencia de su propia humanidad y podría decirse que hasta de parte de su dignidad. Lo que se ve ahí es en extremo triste y desesperanzador; hombres y mujeres conviviendo en un infierno que en parte eligieron, pero al que fueron arrojados en parte también. En efecto, la mayor parte de esas personas son víctimas de un sistema en extremo injusto que permite que menos del 1% concentre la gran mayoría de la riqueza mundial.
Y en medio de la tragedia, muchos políticos de ese país culpan a quienes ellos llaman carteles de la droga mexicanos o a los chinos por inundar con precursores y estupefacientes a los ciudadanos de ese país. Caminando con Agustín, reflexioné sobre el tema de la drogadicción y la crisis que llaman del fentanilo. En primer lugar, después de hablar con algunas personas, me di cuenta de que algunos no reaccionan inmediatamente a la palabra “fentanilo” y que muchos consumen otras drogas de su elección—y drogas hay bastantes, sintéticas y no, las que contienen fentanilo y las que no. Hablar de la epidemia de los opiáceos y opioides y luego de la crisis del fentanilo parecería ser parte de la mercadotecnia de la política de drogas estadounidense que se implementa con fines geopolíticos y de control geoestratégico, y que finalmente desemboca en el imperialismo y la criminalización de la pobreza y el subdesarrollo en el sur del continente, desde México hasta la Patagonia.
En lugares como Skid Row se puede conseguir la droga que uno guste y que pueda uno pagar—sí, cualquiera—aunque te encuentres a pocos metros de la estación de policía, la cual se encuentra localizada en el corazón de esta zona. Pienso que en Estados Unidos hay mercados abiertos de drogas, donde la autoridad pareciera certificar las dinámicas y el confinamiento para que las zonas de tolerancia no se extiendan más allá de cierto territorio y no se salgan de control.
Bajo este esquema, las drogas parecerían ser una forma de control social en la Unión Americana. Entonces culpar a los carteles mexicanos por la crisis de drogadicción en Estados Unidos parece ser una hipocresía superlativa y una tomada de pelo dado que el problema de raíz se encuentra en realidad en ese mismo país y se combina con los intereses geopolíticos y geoestratégicos de esa nación.
La crisis de drogadicción en Estados Unidos es en realidad una crisis de salud pública y tiene raíces profundas en un modelo hipercapitalista o metacapitalista que agudiza las contradicciones en una sociedad donde las compañías farmacéuticas y los corporativos de bienes raíces parecen tener la mayor responsabilidad, al generar adicciones y crear las condiciones para que miles de personas se queden sin hogar.
Cómo asegura Oswaldo Zavala, los carteles de la droga “no existen” y según la definición básica, los grupos que se dedican al narcotráfico en México no son en realidad carteles, dado que no se sientan a la mesa a negociar la cantidad de drogas a producir para maximizar sus beneficios en una estructura de mercado oligopólica. Por el contrario, estos grupos se pelan ferozmente la plaza y se matan en la lucha por el dominio de los mercados de droga y las rutas para su transporte. Por otro lado, las grandes compañías farmacéuticas si forman en realidad un cartel, un cartel siniestro que genera en primer lugar las adicciones y luego ofrece daños reducidos a cambio de mayores dosis de otros de sus productos.
Sobre este último punto, mi visita a Skid Row me hizo reflexionar mucho. Antes no comprendía la existencia de estas zonas de mercados libres de drogas en Estados Unidos—donde la tolerancia para el consumo y la venta de drogas es completa y hasta pareciera certificada por la policía en un país que impone prohibiciones a conveniencia, dentro y fuera de sus fronteras. Ahora entiendo mejor algunos instrumentos macabros de control social combinados con la existencia de ONGs que realizan una labor “loable” al brindar ayuda humanitaria a las personas sin hogar y en el “manejo” de las adicciones.
Me comentan que Skid Row atrae a tanta gente adicta y sin hogar porque ahí cubren sus necesidades más básicas gracias a la extensa red de ONGs que ahí opera. Algunos se refieren a esta red como un cartel de empresarios de la filantropía que reciben cuantiosas donaciones y recursos federales para proveer ayuda sin fin. Entiendo que estas denominaciones podrían considerarse controvertidas y hasta inadecuadas en espacios de pobreza y mendicidad extremas, en los cuales es válido e imprescindible cualquier recurso o apoyo humano y material que mantenga la vida y la dignidad de aquellos que menos tienen.
No obstante, lo anterior, extrañan los billonarios recursos erogados por décadas y las políticas fallidas que en la práctica nunca han resuelto el problema. Sin embargo, éstas sólo contienen algunos efectos de una verdadera tragedia humana, mientras ésta se va extendiendo masivamente y pareciera no tener fin. También extrañan las políticas de reducción de daños (harm reduction), muy recomendadas por los expertos mainstream en adicciones, que en teoría parecen adecuadas y enfocadas en los derechos humanos, pero que no resuelven el problema, sólo lo mantienen. Pero sí, mejor eso que la criminalización de la enfermedad mental y la adicción. Valdría la pena analizar mejor este tema y evaluar las ventajas y desventajas de este esquema.
Lo más extraño de todo es que las políticas de reducción de daños son apoyadas fundamentalmente por el cartel de la industria farmacéutica, que se beneficia visiblemente del gasto billonario en programas federales para “mantener” una crisis creada en primera instancia por las mismas grandes compañías farmacéuticas. El papel de éstas queda claro al analizar la generación de la epidemia de los opiáceos y opioides que se desarrolló en el contexto de un sistema de salud podrido y corrupto hasta la médula haciendo uso de las prescripciones y las compañías aseguradoras. Ahí posiblemente se encuentren los carteles a quienes algunos republicanos vinculados a lo que se conoce como proyecto “Volver a Hacer a América Grande” (MAGA; por sus siglas en inglés) desean declarar la guerra. Yo opino entonces que sí tendría sentido hacerlo.
Todo esto pensaba al cruzar las calles del centro de Los Ángeles y sobre todo Skid Row y el Parque MacArthur, donde abunda la droga, la enfermedad mental, la miseria y la desolación, donde se aprecia una escena dantesca de lo que parece ser el infierno en medio de una ciudad fastuosa de rascacielos brillantes e infraestructura impresionante guiada por el desarrollo masivo de tecnología y creada por la mano de obra cuasi-esclava de millones de inmigrantes indocumentados (muchos de ellos mexicanos).
En las zonas más complicadas para vivir en Los Ángeles se entrelaza el mundo de las drogas, las pandillas y el de la inmigración indocumentada; pero este último fenómeno no se explica por los primeros, sólo coinciden. Me sorprendió ver en medio de Skid Row un albergue para mujeres y niños (muchos de ellos inmigrantes). Ahí conocimos a Gloria, una mujer proveniente de El Salvador, quien había llegado a Estados Unidos con sus dos niños pequeños hacía cuatro años. Ella recientemente había tenido que salirse del departamento donde vivía, pues su renta se había elevado de una sola vez en 300 dólares y ya no le era posible pagarla. Con lágrimas en los ojos, y vergüenza injustificada, nos dijo que su familia en El Salvador no sabía que ahí se encontraba. Pensé yo que sería difícil para ella y sus niños adaptarse a la vida y sentirse seguros caminando por Skid Row.
Algo que confirmé en mi último viaje a Los Ángeles es que todos los migrantes indocumentados trabajan y pagan sus impuestos; nada para ellos es gratis. Gloria trabajaba de lo que fuera, incluso cuidando niños de otras compañeras del albergue. Pero Gloria también trabajaba para hogares y empresas estadounidenses. Se piensa que personas como ella evaden impuestos y se aprovechan del sistema. Nada más falso que eso.
Para trabajar en Estados Unidos (y aquí cualquier inmigrante debe hacerlo pues sólo así podrá sobrevivir) es necesario contar con un número de seguridad social, obtenido vía legal o ilegal. Existe un mercado negro de esos números—y de otros documentos que acreditan la estancia en el país de forma irregular—que funciona a la perfección y que además es plenamente aceptado (informalmente) por las autoridades estadounidenses.
No obstante que el inmigrante adquiere un número de seguridad social de forma ilegal, el sistema le permite trabajar y recibe sus impuestos. Pero, aunque realiza puntualmente el pago de sus impuestos al descontarse de su sueldo, el inmigrante no tendrá derecho a recibir pensión o los apoyos básicos pertinentes. Así, los migrantes indocumentados en Estados Unidos contribuyen no sólo a “Hacer a América Grande” sino a los fondos de retiro y a brindar otras prestaciones para los ciudadanos estadounidenses.
El parque MacArthur es una zona de tolerancia para los adictos a las drogas y para los mercados ilegales de documentos que acreditan la estancia en el país para los inmigrantes. Por cierto, es una ironía que el consulado mexicano se encuentre frente a ese parque. Es impresionante la forma en que funcionan los mercados irregulares de droga y de mano de obra en Estados Unidos. Lo anterior dibuja la hipocresía de quienes impusieron prohibiciones anacrónicas para explotarlas de distintas maneras, ya sea con fines de control geopolítico o geoestratégico o con el fin de abaratar aún más—y por tanto explotar—la mano de obra proveniente de la “periferia” de lo que hoy unos llaman el Sur Global.
Así, en las partes más difíciles y violentas de Los Ángeles conviven las pandillas, los adictos a las drogas, las persona sin hogar y los inmigrantes más pobres. En el parque MacArthur conviví con esa realidad y platiqué, gracias a Agustín, con un paisano que acababa de llegar y se trataba de adaptar a su nueva realidad. Era un muchacho joven, de nacionalidad mexicana y proveniente del estado de Chiapas. Lo vi un poco asustado en medio de ese parque del infierno. Estaba muy cansado por las extenuantes horas de trabajo (malpagadas) y con la carga de la deuda a un coyote a sus espaldas, quien le había ayudado a alcanzar (por una cuota cuantiosa), su sueño americano.
Nota: Un agradecimiento a Agustín Durán y John Sullivan por su tiempo, su amistad e infinita generosidad al mostrarme una parte importante de su compleja ciudad, Los Ángeles California.
(*) Guadalupe Correa-Cabrera. Profesora-investigadora de Política y Gobierno, especialista en temas de seguridad, estudios fronterizos y relaciones México-Estados Unidos. Autora del libro Los Zetas Inc.