La cebolla de Kensington: sobre la crisis del fentanilo y el “Sueño” Americano (Parte I)

Kensington es el epicentro de la crisis de fentanilo en Filadelfia y un inquietante símbolo de las fallidas políticas antidroga de Estados Unidos

En Allegheny son comunes las escenas de personas bajo efectos de las drogas.

En Allegheny son comunes las escenas de personas bajo efectos de las drogas. Crédito: Sergio Chapa | Cortesía

Al bajar en la estación de metro de Allegheny—en el barrio de Kensington, ubicado en la ciudad de Filadelfia—los visitantes se encuentran de inmediato con una realidad desoladora. Las aceras están repletas de basura y jeringas usadas. Cada pocos metros, alguien se “dobla” o se desploma en estado de trance. Los que están despiertos se encuentran tan concentrados en consumir y preparar drogas que ni siquiera reconocen a los transeúntes. También se percibe un silencio desolador; nadie habla ni pide monedas. El aire está cargado de angustia y desesperanza.

A sólo ocho paradas de metro de donde se firmó la Declaración de Independencia de Estados Unidos, se pueden apreciar escenas dantescas e impresionantes a plena luz del día. Un hombre en la avenida Allegheny sangra abiertamente a través de una herida muy profunda, producto de inyecciones múltiples para allegarse los estupefacientes. Una mujer duerme en una silla de ruedas estacionada frente a una organización benéfica católica con el pie izquierdo amputado. Dos mujeres platican enfrente de la tienda de campaña donde habitan (colocada en una acera), cuidando de una niña pequeña. Numerosos hombres en edad de trabajar se mantienen completamente ajenos al mundo que les rodea. En las escaleras para entrar en la estación de metro de Somerset, una mujer inyecta a una compañera en el pecho, presumiblemente debido a la falta de venas funcionales en otras partes de su cuerpo. La mayoría de las personas que luchan contra las adicciones en Kensington no son originarias de la comunidad, sino que provienen de los suburbios o viajan desde otras ciudades en busca de drogas.

Kensington es el epicentro de la crisis de fentanilo en Filadelfia y un inquietante símbolo de las fallidas políticas antidroga de Estados Unidos. La emblemática ciudad fue también cuna de la independencia estadounidense y se definió por el progreso y la prosperidad de la Revolución Industrial. Pero ahora la “Ciudad del Amor Fraternal” (City of Brotherly Love) se ve ensombrecida por el mayor mercado de drogas al aire libre de la costa este estadounidense. Situado en el corazón del barrio de Kensington, el parque McPherson Square, sombríamente apodado “Parque de las Agujas” (Needle Park, por aquello de las jeringas), sirve de punto de reunión y es a la vez un símbolo trágico del declive del imperio estadounidense. Aunque se han realizado importantes esfuerzos por limpiar la zona, los estragos de las adicciones permanecen intactos sobre el telón de fondo de una majestuosa biblioteca pública.

Las patrullas mantienen una presencia constante, pero no es raro ver a agentes policiales consultando sus teléfonos móviles en lugar de intervenir para prevenir el caos y el sufrimiento que se desarrollan a su alrededor. Décadas después de declarar una “guerra contra las drogas”, Estados Unidos se enfrenta ahora a una crisis de fentanilo profundamente arraigada. Aquí los políticos prefieren culpar a los cárteles mexicanos en lugar de financiar programas de tratamiento y prevención de las adicciones o identificar las causas subyacentes de esta tragedia humana.

Sin embargo, en medio del caos, la vida continúa. Kensington alberga comunidades resilientes, sobre todo de Puerto Rico y República Dominicana, que ahora constituyen el 59 por ciento de la población del vecindario. Ellos se forjan una vida en medio de la desesperanza y sortean las leyes no escritas de la calle con una fortaleza silenciosa. Las banderas de esos países ondean en los porches y los niños chapotean en una piscina infantil situada en la banqueta. La gente camina entre excrementos humanos y jeringas en las aceras. Las conversaciones con los residentes revelan historias de supervivencia y determinación, como la de un puertorriqueño que se trasladó a Kensington tras el huracán María en busca de un futuro mejor para su familia.

El chef Dionicio Jiménez, dueño del restaurante Cantina La Martina, en Kensington.
Crédito: Sergio Chapa | Cortesía

Cantina La Martina y “El Chef”

En medio de este difícil panorama, el restaurante “Cantina La Martina” destaca como algo inesperado—como un oasis en medio del desierto. Situado en la esquina de la calle East Somerset y la avenida Kensington, este aclamado restaurante mexicano parece un mundo aparte; aquí se aprecian coloridos murales, figuras tradicionales de Catrinas y decoración mexicana artesanal; juntos, todos estos elementos crean un oasis en medio de la vorágine circundante.

Fundado por el chef Dionicio Jiménez y Mariangeli Alicea Sáez, Cantina La Martina encarna una historia de resiliencia, resistencia y perseverancia. Dos veces nominado para el prestigioso premio James Beard, Jiménez fue semifinalista en la categoría de «Chef Destacado» en 2024. Invirtiendo todo lo que tenía, abrió el restaurante en Kensington en febrero de 2022; comenzó viviendo en el piso de arriba del espacio donde se ubicaba el negocio durante dos años. Con más de una década de experiencia en El Rey, un restaurante mexicano de renombre en el centro de Filadelfia, Jiménez imaginó un espacio que honrara la rica herencia culinaria de México, más allá de los tacos y los burritos.

Sus limitados recursos económicos llevaron a Dionicio a Kensington, donde su visión y sueño se hicieron finalmente realidad. Para mantener el restaurante los primeros días, planeó trabajar como conductor de Uber (lo cual no fue necesario al final), y dependió en gran medida de los servicios de entrega a domicilio para mantenerse a flote después de la pandemia. A pesar de las adversidades, Cantina La Martina fue ganando adeptos. Se corrió la voz y los clientes empezaron a ver el restaurante no sólo como un lugar de comida excepcional, sino como un símbolo de esperanza y perseverancia en medio de la dura realidad de Kensington.

Actualmente, Cantina La Martina es más que un restaurante: es un testimonio del poder de la comunidad, la cultura y la excelencia culinaria en uno de los barrios más problemáticos de Filadelfia. Jiménez, que suele llevar botas vaqueras y caminar con seguridad, siente un inmenso orgullo por su herencia mexicana y por el arduo viaje que le trajo a Estados Unidos. Como homenaje a esta experiencia, encargó un llamativo mural al artista mexicano Ignacio «Nacho» Bernal, de Morelia (Michoacán). Situado frente a Somerset Street, el mural, titulado «El Sueño Americano», capta con cruda honestidad la experiencia de los inmigrantes en Estados Unidos.

El mural cuenta una poderosa historia. Ahí podemos ver mochilas que simbolizan el viaje de los migrantes indocumentados y múltiples cruces que marcan las tumbas de los que nunca consiguieron llegar a Estados Unidos. Banderas de toda América Latina resaltan la diversidad de la experiencia migrante, mientras que dos águilas—una mexicana y otra estadounidense—simbolizan la profunda conexión entre ambas naciones. En el centro, la Virgen de Guadalupe representa la fe y la resistencia, mientras que la Estatua de la Libertad se erige como un faro de esperanza. Un apretón de manos en la parte superior del mural representa la solidaridad que a menudo se manifiesta en la frontera entre los migrantes.

La muerte es un peligro siempre presente en cada etapa del viaje hacia Estados Unidos. Sin embargo, cuando llegan a su destino, muchos inmigrantes indocumentados aparentemente parecen ignorar las cicatrices del peligroso trayecto que generarían síndrome de estrés postraumático en la mayoría de la gente. No obstante lo anterior, Jiménez detecta en los inmigrantes un estado constante de auto-victimización que es, para él, característico de las personas procedentes de sociedades colonizadas. “A veces los inmigrantes tienen miedo de la realidad”, afirma El Chef de Cantina La Martina. “No queremos decir la verdad. Muchas veces nos hacemos las víctimas, pero no lo somos. ¿Por qué victimizarnos por algo que nadie nos obligó a hacer? Fue nuestra decisión emigrar en busca de un sueño”.

El mensaje esperanzador del mural contrasta fuertemente con el entorno desolador y las escenas dantescas de Kensington como un emblema de esperanza y perseverancia, contando una historia de sacrificio, supervivencia y búsqueda de un sueño que trasciende fronteras. A pesar de su vulnerable ubicación, Jiménez sigue confiando en que el mural será respetado. “Es un mural que hicimos en Kensington y la gente de Kensington intenta protegerlo”, dijo.

McPherson Square Library en Kensington.
Crédito: Sergio Chapa | Cortesía

La “cebolla” de Mariangeli

Sáez, la mujer de Jiménez, aporta fuerza y determinación al restaurante que ayudó a construir. Orgullosa de ser puertorriqueña, considera que su empresa es algo más que un negocio: es una plataforma para representar dignamente a la comunidad latina de Kensington. Abrir un restaurante en este barrio sigue siendo un reto formidable, pero para Sáez es una misión que vale la pena perseguir.

Sáez destaca las luchas a las que se enfrentan a diario, interactuando con personas que sufren trastornos por consumo de sustancias. Estos encuentros son rutinarios—solicitudes de comida, agua o acceso al baño—pero la copropietaria de Cantina La Martina los aborda con respeto y humanidad. Su enfoque es sencillo pero profundo: ofrecer ayuda a cambio de pequeñas tareas, reforzando la dignidad y el propósito. “Todos merecen respeto”, afirma. “Todos necesitan sentir que se les ve y que importan como seres humanos”.

Pero Mariangeli también señala los factores sistémicos que contribuyen a la crisis de Kensington. La mayoría de las personas que luchan contra la adicción no son originarias del vecindario. Vienen de los suburbios y viajan desde otras ciudades del país en busca de drogas. Se dice que la policía de las zonas suburbanas los traslada al barrio, creando un ciclo de abandono perpetuo.

Durante sus dos últimos años en Kensington, Sáez ha presenciado varias escenas desgarradoras: víctimas de sobredosis desplomadas en las aceras, gente sacando espuma por la boca y sufriendo convulsiones. Un día, al llegar al trabajo, Sáez fue recibida por las luces rojas y azules intermitentes de los vehículos de emergencia. Tres personas habían muerto presumiblemente por sobredosis, una casi delante del restaurante, otra en la esquina y la tercera al otro lado de la calle. Ella y el personal del restaurante han tenido que administrar el fármaco salvavidas Narcan para reanimar a personas inconscientes. Incluso después de estar a punto de morir, algunos rechazan la ayuda por miedo a la intervención policial.

“A veces te preguntas si está bien llamar al 911”, dijo Sáez. “Es muy difícil ver esto. Como vivimos y trabajamos en Kensington, observamos el deterioro de algunas personas a las que llegamos a conocer; vemos cómo llegan a su primer “subidón” (high) y luego vemos cómo se deterioran poco a poco. Pasan las semanas y ves cómo algunos empiezan a doblarse, cómo empiezan a morir más lenta o más rápidamente…depende”.

No obstante lo anterior, Kensington no se define únicamente por lo malo, o por la desesperación. Sáez describe a este barrio como una “cebolla”, donde conviven la tragedia y la esperanza. Bajo la crisis visible se esconde una comunidad resiliente con líderes de programas juveniles que impulsan el cambio en silencio. Sáez cuestiona el discurso dominante sobre Kensington y subraya la importancia de ver más allá de sus dificultades. “Aquí hay problemas muy profundos y complejos que resolver”, afirma con determinación. “Pero por encima de lo negativo, por encima de ese estigma, hay cosas buenas y existe una comunidad que lucha por el cambio…la misión de nuestro restaurante es cambiar la perspectiva que la gente tiene sobre Kensington. Sí, hay traumas y dolor de por medio, pero tenemos que analizar ese sentimiento y transformarlo”.

Kensington es el epicentro de la crisis de opioides de Filadelfia y un símbolo inquietante de políticas de drogas fallidas.
Crédito: Sergio Chapa | Cortesía

Un barrio de clase trabajadora

Kensington, barrio obrero de Filadelfia, cuyas raíces se remontan a principios del siglo dieciocho, es un reflejo de los cambios sociales y económicos que se han producido en toda la América urbana. Hace más de 300 años, el barrio se fundó como centro de construcción naval, herrería y producción textil. Inmigrantes irlandeses y alemanes acudieron en masa al barrio atraídos por el trabajo y las comunidades unidas.

A principios del siglo veinte, Kensington era un bullicioso centro industrial, con casas adosadas en las calles residenciales. Generaciones de familias trabajaban en las fábricas y molinos cercanos, encarnando plenamente la ética del trabajo y el ahorro. Sin embargo, a mediados del siglo veinte se produjo un importante declive. Durante las décadas de 1950 y 1960, cerraron numerosas fábricas en Kensington y en el resto de Filadelfia. Y a medida que aumentaba el desempleo, muchas familias blancas de clase trabajadora se marcharon en busca de mejores oportunidades.

En las décadas siguientes, Kensington experimentó un cambio demográfico a medida que los inmigrantes latinos, principalmente del territorio (no incorporado) estadounidense de Puerto Rico, empezaron a asentarse en el histórico barrio. En la década de 1980, Kensington se había convertido en el centro de la cultura puertorriqueña en Filadelfia. Los escaparates en español, las bodegas y los vibrantes murales se convirtieron en elementos distintivos del lugar. Aunque la comunidad latina aportó un renovado sentimiento de identidad y orgullo cultural, las oportunidades económicas siguen siendo escasas y persisten la pobreza y la falta de inversión.

A partir de la década de 1990, el barrio se convirtió en uno de los focos de la crisis de opioides de Filadelfia, cuando la heroína barata inundó sus calles. La ubicación de Kensington, con fácil acceso a las principales autopistas y al transporte público, lo convirtió en un cómodo centro para los traficantes de drogas. Los edificios abandonados y los solares vacíos se convirtieron en focos de actividad ilícita, al tiempo que empezaban a aparecer mercados de droga al aire libre. A medida que se agravaba la crisis de los opioides en la primera década del siglo veintiuno, Kensington atrajo la atención nacional como símbolo de la decadencia urbana y del fracaso de las políticas públicas. Las tasas de sobredosis de drogas se dispararon y las escenas de sufrimiento humano se hicieron demasiado comunes.

(*) Guadalupe Correa-Cabrera es profesora en la Escuela Schar de Política y Gobierno de la Universidad George Mason, especializada en la frontera entre Estados Unidos y México, el narcotráfico y los estudios migratorios. / Sergio Chapa es un periodista y fotógrafo independiente radicado en Houston, además de coautor del libro Frontera: A Journey Across the US-Mexico Border.

Notas:
1. Revisa el lunes 17 de marzo la segunda parte de esta investigación.
2. Este artículo fue publicado en inglés en la revista The American Prospect.

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