Se busca hogar

Hola, mundo. Que los dioses les sean propicios. Nos llamamos Matías y Nerón, padre e hijo. Somos orgullosamente french poodle, o sea que por nuestras venas corre sangre de emperatrices francesas exquisitamente guillotinadas. Lamentamos que el verdugo le haya arruinado el peinado a la reina María Antonieta.

Estábamos bien de apartamento, no nos hacía falta nada, nos permitían echarnos una canita sexual al aire de vez en cuando con algún buen partido del vecindario. No somos exigentes, la verdad. Para nosotros de moscas para arriba todo es cacería.

Pero lo bueno no dura y nuestros amos han decidido regalarnos al mejor postor. Ellos viajan a Miami en busca de la pesadilla americana. Nosotros nos quedamos viviendo el insomnio tercermundista. Interesados en nuestra dulce compañía favor alistar prontuarios indicando cuantía de la cuenta bancaria por delante. Estamos seguros de que nos acostumbraremos a nuevos amos con facilidad. Claro que con nosotros no se queda el que quiera sino el que pueda.

Recuerden que cuando Diógenes dijo desde su austero hotel de cero estrellas (=tonel) que mientras más conocía a los hombres más quería a su perro, se refería a uno de nuestra raza.

Y Schopenhauer proclamó que “no querría vivir si no hubiera perros”. Pensaba en colegas nuestros que ladraban en alemán, hacían el amor en francés y comían en italiano.

Aunque alabanza propia es vituperio, debemos decir que somos el equivalente canino del Renault 4, amigos fieles. Somos la antípoda de los gatos, o sea que la lealtad nació con nosotros. Como ven, nuestro argentino ego -y perdón por la redundancia- se mantiene en alto.

Como tenemos que vendernos, garantizamos que jamás cambiamos de genio, no traicionamos ni ninguniamos a nadie, somos el mejor remedio contra el estrés.

Tener un french poodle en casa es tan desestresante como tragarse un siquiatra. Y no hay que pagar costosas facturas.

No odiamos, ni siquiera cuando nos quitan la salida al parque, o nos reducen la cuota de concentrado al final del mes cuando se acaba el dinero y no hay con qué envenenar una cucaracha, como dicen las señoras.

No nos hacemos caca ni pipí en la alfombra, asumimos la filiación política del señor de la casa, presentamos pacíficos pliegos de peticiones con la cola. Hasta les permitimos a nuestros amos que terminen pareciéndose a nosotros físicamente.

Somos de esos aristócratas en decadencia que comen de todo. Sabemos que el cementerio está lleno de aliviados que hacían drásticas dietas.

Sin cobrar horas extras, hacemos las veces de celador, en caso de sospecha de ladrones. Escuchamos cualquier ruido y soltamos el ladrido que es el esperanto de los perros.

Somos la antípoda de esos “míseros canes” que no ladraban. Me refiero a los que encontró Colón cuando llegó a Guanahaní (San Salvador). Suponemos que perdieron el habla al ver a los “venidos del cielo”.

Como los niños, no discriminamos: nos sentimos tan bien con un yupi de Wall Street con úlcera, que en casa de algún destacado integrante del proletariado-set, de esos que apenas sobreviven con sus ingresos.

Aclaración: no se tienen que encartar con nosotros dos de una vez. Estamos preparados para la separación. Nuestro amor de perros, como el de los mortales, es eterno mientras dura.

Tenemos capacidad de “indignarnos”, la palabra de moda, si no se cumplen algunos presupuestos mínimos: Parque todos los días, peluquería, siquiatra y restaurante para perros dos veces al mes, canita al aire en los herbores sexuales de nuestras vecinas, paseos en carro mínimo los domingos.

Lo demás vendrá por añadidura. Interesados enviar propuestas a nosdejaronbotadosparararrancarpamiami.com

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