Muchos mexicanos cruzan a diario la frontera con EEUU y regresan

La jornada comienza a la 1.40 de la madrugada para María Guadalupe Pimentel, cuando su esposo golpea la puerta de su habitación, menos de cuatro horas después de que ella se durmió.

Como muchos más, María Guadalupe Pimentel, hace su trayecto diario hacia la frontera para trabajar y así mantener a su familia.

Como muchos más, María Guadalupe Pimentel, hace su trayecto diario hacia la frontera para trabajar y así mantener a su familia. Crédito: AP

Primera de dos partes

CALEXICO (AP).- La jornada comienza a la 1.40 de la madrugada para María Guadalupe Pimentel, cuando su esposo golpea la puerta de su habitación, menos de cuatro horas después de que ella se durmió.

“Ya es hora”, le dice Ignacio Erape, dirigiéndose a la cocina de la casa de la pareja en Mexicali, ciudad mexicana fronteriza con Estados Unidos. Termina de preparar un almuerzo de chorizo picante envuelto en tortillas para su esposa y cuatro hijos.

En cuestión de minutos, Pimentel se encuentra en el asiento trasero del Honda Civic de 1998 de su hijo, recorriendo bulevares desiertos camino a Estados Unidos.

Ella y miles de mexicanos ingresan a Estados Unidos legalmente todos los días, por la mañana, y regresan a México al anochecer. Son un pilar de uno de los mercados laborales más débiles del país.

El Imperial Valley de California registra continuamente una de las tasas de desempleo más altas de la nación –en febrero fue del 26.7%– y, sin embargo, depende de los mexicanos al sur para conseguir peones de campo pues los residentes locales no quieren trabajar en las cosechas por nueve dólares la hora.

Eso no es el único sello distintivo del Imperial Valley, que pese a encontrarse a escasos 160 kilómetros (100 millas) de San Diego, es un mundo aparte.

Es un sitio donde el río Colorado creó un jardín en medio del desierto y ayuda a abastecer los supermercados de todo el país con vegetales durante el invierno. Un lugar que recibió nuevas prisiones y reforzó las medidas de seguridad en la frontera, en el que toda carrera relacionada con las funciones policiales ofrece buenas perspectivas a los residentes de la zona.

En su empeño por superar su dependencia de la agricultura, y aprovechando la abundancia de vientos, sol y calor subterráneo, se ofrece como un sitio atractivo para las empresas especializadas en energía renovable.

Hacia las tres de la mañana, María Pimentel ya está haciendo la larga y tediosa cola del servicio de inmigración. “No dejen que se adelanten”, grita alguien, mientras la mujer mueve la cabeza en señal de irritación.

Finalmente ingresa a Calexico, ciudad de 39,000 habitantes, y camina tres cuadras hasta “La Doña”, un negocio de donas que sirve café y es uno de los principales lugares de reunión donde los contratistas buscan trabajadores.

“Necesito dos personas”, le dice un contratista a Pimentel, quien gentilmente lo ignora. A las cinco de la mañana hay un ir y venir de vehículos que recogen trabajadores y se encaminan a las plantaciones.

Pimentel, de 49 años, es quien más gana en su familia. Cobra entre nueve y once dólares la hora con Steve Scaroni, uno de los principales contratistas agrícolas del Imperial Valley. Un hombre serio con quien nunca tuvo problemas para cobrar.

La mujer dejó un trabajo en el que ganaba el equivalente a siete dólares diarios ensamblando artefactos en una fábrica de calentadores en Mexicali cuando obtuvo la residencia legal en Estados Unidos en el 2006. Trabajando en una plantación de lechuga orgánica en California, gana en una hora más de lo que percibía en todo un día en Mexicali.

Ni Pimentel ni su marido fueron a la escuela y ninguno de los dos puede leer. Comenzó a recoger fresas a los 12 años y cuidaba ganado desde los seis.

La pareja fue tentada por una medio hermana de Pimentel que la convenció de que se fuese a Mexicali a fines de la década de 1970. Erape, quien hoy tiene 59 años, sacó la residencia en Estados Unidos al ser beneficiado por una amnistía en 1986. Durante tres décadas trabajó la mitad del año en plantaciones del Central Valley de California, hasta el 2008, en que los altos costos de la vivienda hicieron que se quedase permanentemente en Mexicali para cuidar a tres de sus once nietos.

Viven en una casa cómoda en las afueras de Mexicali, pintada de anaranjado, con tres arcos en el patio del frente y un jardín bien atendido. Los domingos –el único día libre que tiene Pimentel– reciben a la familia y a amigos y los deleitan con platos como ceviche de camarón y sopa de mondongo. Pimental es feliz cerca de la hoguera.

El dinero siempre escasea. La casa no tiene lavamanos en el baño y solo dos de los cuatro dormitorios tienen azulejos blancos en el piso. El servicio telefónico fue interrumpido en diciembre.

Es por eso que Pimentel, una mujer robusta que se ata el cabello en una colita y a la que le faltan algunos dientes, sigue trabajando en los campos del Imperial Valley, lo mismo que sus hijos, que también obtuvieron la residencia legal en el 2006.

Alejandro, de 32 años, y José, de 28, trabajan los siete días de la semana y ganan ocho dólares la hora conectando tuberías de irrigación y haciendo otros trabajos. Alejandro, que cruza la frontera a la medianoche en su Chevrolet Silverado del 2006 para evitar el tráfico y luego duerme en su vehículo, ganaba 800 dólares a la semana manejando camiones en el sur de California pero la crisis económica lo obligó a trabajar en el campo.

Eloisa, de 30 años, gana 8.25 dólares la hora recogiendo lechuga y Liliana, de 28, percibe ocho dólares limpiando malezas. Las dos deben pagar cinco dólares diarios para que las transporten de la frontera a las plantaciones.

A Scaroni le preocupa el que sus empleados estén envejeciendo. Las nuevas medidas de seguridad en la frontera hacen que resulte más difícil conseguir trabajadores mexicanos y cree que los estadounidenses no trabajarán en el campo ni siquiera si les pagasen 15 dólares la hora.

“Hay cada vez menos gente. Nadie cría a sus hijos para que trabajen en el campo”, dijo Scaroni, de 54 años y quien emplea cientos de trabajadores durante la cosecha.

Gerardo Arballo, uno de sus capataces, contrató a Pimentel en diciembre, cuando ella le habló en el negocio de donuts. Debido a su edad, no la hace recoger lechuga sino que le encomienda que la separe en una correa transportadora.

“Está fatigada. Trato de asegurarme de que no se funde”, comenta Arballo, quien tiene 31 años, usa un sombrero de vaquero y bromea continuamente.

El centro sigue vacío cuando Arballo llega al volante de un viejo autobús escolar a las 6:10 de la mañana. Todo el mundo se acomoda en su asiento de siempre. Pimentel y otras dos mujeres adelante y ocho hombres atrás. Se habla poco durante un viaje de una hora en el que varios cierran los ojos.

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