Profesión, solitario
Lo veo desde hace unos 30 años en el centro de Bogotá. Anda solo, sin prisa, con la inocente arrogancia de quien no paga impuestos y carece de amigos y enemigos.
En su rostro siempre es lunes. No se permite ningún asombro. Cero ilusiones. El minuto que viene en su hoja de vida, parece clonado del que ya pasó.
A primera y segunda vista, da la impresión de que no fuera para ninguna parte. O para todas. Sus kilos y su gabardina, desteñida de tanta rutina, silencios, aguaceros y soles, han envejecido con él.
Con una mueca en lugar de sonrisa con la que se le enfrenta a la vida, está notificando que nunca conoció alegría ni tristeza. Y que eso lo tiene sin cuidado. En una mojada acalorado adquirió su rostro de hoy y de siempre, y se asiló en él.
Supongo que sus pies no han conocido muchos zapatos nuevos. No se viste. Se pasó a vivir a la misma ropa de toda la vida. Su vestimenta es algo así como una prótesis que lo sigue a todas partes con la fidelidad del perrito de la Víctor.
Tiene la soledad, la ciudad, la calle, la indiferencia por hábitat. Su elemento es el mundanal ruido. Esto lo hace antípoda de Fray Luis de León.
No lo he visto nunca mirando una vitrina. No pertenece al rebaño que consume. Los comerciantes jamás lo condecorarán.
No debe mirarse jamás al espejo. No tendría nada qué decirle a ese rostro que no se ha enamorado ni de la sota de bastos.
Para decirlo con Bufalino, es posible que a veces nuestro hombre despierte “aceptablemente póstumo”.
Como los gatos, se despierta y se queda sin agenda. Es de los que no asistirá ni a su propio entierro. Desde su óptica, habrá cosas más interesantes que morir: no vivir, por ejemplo.
Le he pescado algunas licencias: alguna vez lo vi salir de un cine. Tenía el rostro pálido y perplejo de quien ha visto 10 veces la misma película. En otra ocasión, lo pillé in fraganti llevando en su mano una bolsa de supermercado. Supongo que no llevaba nada adentro.
Cualquier domingo bogotano lo sorprendí con restos de un periódico de antier debajo el brazo. Acaso buscaba la noticia de su inexistencia. Es el más ilustre N.N. que lengua mortal decir no pudo.
Creo que él y yo nos sospechamos, como esos vecinos que se ignoran en el ascensor. O en la misa dominical. Con cierto miedillo me pregunto qué pensará de mí de tanto verme en jurisdicción de sus monótonos segundos.
Para oír el timbre de su voz, alguna vez me inventé una pregunta: “¿Sabe dónde queda tal dirección, señor?”. Cuando me resumió todo en un elocuente NO, tuve la sensación de que lo había despertado de un sueño. Le adiviné telarañas en su voz de ventrílocuo.
Tal vez cogió el timbre de voz de quien en vez de pronunciar palabras, almuerza con ellas. El día que se sorprenda hablando dormido, se va a alegrar – ¡por fin! -con su elocuencia de sonámbulo.
Me dejó sin argumentos para la siguiente pregunta que le tenía: “¿Y usted de qué vive?”.
Da la impresión de que anda en busca de alguien. De sí mismo, por ejemplo. Su gran lujo, como el viajero a Ítaca, no es llegar, sino recorrer un camino. A veces, cuando lo veo, me da la sensación de que me estoy mirando en el espejo…