Recuerdos de la Guerra Cristera

Han pasado más de ochenta años de aquel episodio que marcó su vida de muchos mexicanos

Meza cuenta que a su padre le destrozaron la cabeza por ayudar a los  sacerdotes.

Meza cuenta que a su padre le destrozaron la cabeza por ayudar a los sacerdotes. Crédito: Aurelia Ventura / La Opinión

“¡Viva Cristo Rey y la Virgen de Guadalupe!”, exclama María Meza, de 91 años, evocando las últimas palabras de su padre, asesinado por militares en el estado de Michoacán, México, durante el suceso histórico conocido como la Guerra Cristera (1926-1929).

Han pasado más de ochenta años de aquel episodio que marcó su vida, sin embargo María Meza aún guarda en la memoria los estruendos de las balas, los gritos de mujeres y niños que intentaban escapar, las imágenes de sacerdotes colgados en los árboles y el rostro desfigurado de su padre.

“Le destrozaron la cabeza de un balazo, lo reconocimos por el vestido”, cuenta Meza, quien afirma que su muerte no fue en vano, pues entregó su vida a Dios y sembró en ella el amor a la Iglesia Católica.

“No se rajen, hijas. Si el gobierno llega no importa que nos maten, no tengan miedo, porque Dios está con nosotros y nada nos va a pasar”, eran sus palabras de aliento, relata, cuando Michoacán hervía en un conflicto armado entre el gobierno del presidente Plutarco Elías Calles (1877-1945) y laicos y religiosos que se oponían a que la iglesia católica mexicana se independizara del Vaticano.

Se estima que más de 90,000 personas perdieron la vida en la Guerra de los Cristeros, que recién ha sido representada al estilo hollywoodense en la película “For Greater Glory” (Cristiada).

A los ojos de su hija, José Meza también fue un mártir de los cristeros. Él escondió en su casa a muchos sacerdotes para que no los mataran. Su hogar, de hecho, se convirtió en un templo clandestino.

“Para confesarse la gente se formaba y de uno por uno iban yendo para que no se notara que estaban los padres adentro. Y los revolucionarios afuera, cuidando que no se metiera el gobierno”, contó Meza.

Esos tres años de levantamiento armado, que coincidieron con su infancia, han sido los más difíciles que ha vivido, asegura. Ella, sus siete hermanas y su madre, tenían que refugiarse por días en cuevas, sin alimentos, solas. “Los militares cerraban las iglesias, las quemaban, las destruían, hacían barbaridades. A los sacerdotes los mataban, los colgaban del pescuezo con reatas de los árboles”, recuerda.

“A las casas donde llegaban violaban a las mujeres, las mataban, hacían lo que querían”, continuó.

Una madrugada, mientras su padre convalecía por un malestar bucal, decenas de soldados rodearon su casa. Alguien lo entregó. Pero José Meza no fue presa fácil. “Se empezaron a tirar, el gobierno y él.

‘¡Viva Cristo Rey y la Virgen de Guadalupe!’, gritaba y pum- pum-pum, seguía disparando”, relató Meza.

Cuando se le acabó el parque, José intentó huir pero una bala le pegó en una pierna. Los soldados lo siguieron y ya vencido le destrozaron el rostro con un tiro de escopeta. Tenía 60 años.

A las huérfanas y a la viuda les perdonaron la vida, aunque trataron de incendiar su casa. Meza relata que apilaron sus pertenencias, pusieron encima dos imágenes, una de la Virgen de Guadalupe y otra del Sagrado Corazón de Jesús, y les prendieron fuego. Sin embargo, no ardieron los cuadros. Lo último que supo fue que los enviaron a Roma, considerándolo un verdadero milagro.

Ya en la década de 1970, la señora María vino a Estados Unidos con sus diez hijos. Actualmente, su familia ha crecido tanto que ya se cuentan más de 30 nietos. Cada 2 de octubre, en su cumpleaños, y Día de las Madres, todos la visitan en su hogar, adornado con múltiples imágenes religiosas.

“Yo digo que mi papá se fue al cielo, porque murió como un mártir, porque él vivió por Cristo y murió por Cristo”, subraya doña María, quien vive justo frente a la Iglesia de la Resurección, en Boyle Heights.

Todos los días, como le inculcaron sus padres, la anciana escucha misa, recibe la comunión y reza el rosario. En el templo, sus sitios favoritos son los altares de la Virgen de Guadalupe y el Divino Niño.

“Ella es lo más bello que tiene la parroquia”, dice el sacerdote Gustavo Mejía. “Es testimonio vivo de los mexicanos convencidos de Jesucristo y de amor a la iglesia”, añadió el religioso.

“Ella ha dicho que no fue en vano la bala que recibió su papá en la cabeza”, agregó.

En las paredes del hogar de María Mejía, las fotografías de sus familiares comparten espacio con cuadros y estatuas de vírgenes y santos. Uno de éstos, Rafael Guízar y Valencia, canonizado hace unos años, es su tío.

Afuera, en un patio acogedor, hay una figura de la Guadalupana y un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús, como aquellos que salvaron su casa en Michoacán hace ochenta años. Los ha puesto ahí con el mismo propósito: “Quiero que me cuiden, que me ayuden”.

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