Extorsiones y desplazados en Tegucigalpa
En Honduras, inseguridad y miedo se cuelan en el interior de las viviendas
TEGUCIGALPA, Honduras .- Alejandro Durón, un analista de sistemas de 34 años, recibió una llamada de su suegra cuando estaba trabajando. Alguien había deslizado un sobre debajo de la puerta de su casa localizada en un barrio céntrico de clase media.
La amenazante nota pedía unos 2,500 dólares y detallaba sus rutinas, horarios y lugares de trabajo de sus habitantes.
“Si no pagas, te pueden matar”, dice Alejandro sin dudarlo, mientras explica que sufrió cinco asaltos las semanas previas para robarle cosas sin importancia. Eso estaba “probablemente relacionado” con el seguimiento que los delincuentes les habrían hecho, dice.
Alejandro y su pareja, Helen Ocampo, una periodista que trabaja en la Universidad Autónoma de Honduras, son tan sólo dos entre una cantidad indeterminada de personas que se convirtieron en desplazados internos que se han visto forzados a abandonar sus casas por miedo a morir asesinados en represalia por no pagar el “impuesto de guerra”, que las pandillas M-18 y la Mara Salvatrucha han venido asfixiando a los ciudadanos comunes y corrientes.
La extorsión a propietarios de viviendas es una nueva y escalofriante tendencia criminal en un país que se cuenta entre los más peligrosos del mundo. Al exigir que la gente pague para que puedan permanecer en su propio hogar, las pandillas han propiciado la desocupación de algunos barrios y han cambiado la manera como muchos viven.
Las autoridades coinciden en que una vez las casas son desocupadas, las pandillas la utilizan como base de operaciones o las alquilan para incrementar sus ingresos.
Las autoridades no tienen cifras sobre cuánto se ha extendido esta modalidad criminal pero una encuesta realizada por The Associated Press con la policía en una docena de barrios indica por lo menos que cientos de familias han sido desplazadas.
La Policía, la Fiscalía y las agencias de la ONU que trabajan en Honduras dicen que el problema va en aumento, aunque los números son difíciles de conseguir porque la mayoría de las víctimas, como Alejandro, temen denunciar el delito.
“El número de extorsionados es mucho mayor que el denunciado”, dice Rafael Espinosa, jefe del programa de seguridad de la delegación de las Naciones Unidas en Honduras. “La gente no se atreve a denunciar por falta de acceso a la policía, hay pocas estaciones y pocos agentes, y por falta de confianza en las autoridades”.
A finales de 2010 ese programa realizó una encuesta de victimización y percepción ciudadana de la violencia. El 30% de los encuestados dijo haber sido extorsionado alguna vez y el 26% más de una vez.
Las pandillas Mara 18 y Mara Salvatrucha, nacidas en las prisiones de California, son las principales responsables de este fenómeno. Entre ellas luchan por el control de los barrios para cometer extorsiones y traficar con drogas.
La extorsión de pandillas es común en Centroamérica y también ha devastado ciudades en México, como Ciudad Juárez, cerca de la frontera con Estados Unidos, donde manzana tras manzana negocios fueron cerrados o quemados en el momento más álgido de una ola de crímenes registrada en 2010.
En Guatemala, conductores de autobús han sido blanco de asesinos o de motociclistas luego de haberse rehusado a pagar a las pandillas para que los dejen trabajar.
El aumento de las deportaciones de estos pandilleros desde Estados Unidos en la década de 1990 generó, en buena medida, este fenómeno pues envió a cientos de ellos de regreso a sus países de origen. Allí han ejercido su brutalidad en naciones caracterizados por la debilidad institucional de su policía y sistema de justicia.
El día que fueron extorsionados, Alejandro y su pareja se comunicaron vía telefónica y no volvieron a su hogar.
“Nos fuimos a dormir a otro lugar y le pedimos a un vecino que le llevase comida al perro”, dijo Alejandro.
“Tardamos más de una semana en regresar pero sólo durante pocas horas y para ir recogiendo cosas”.
Para la pareja su casa representa “el trabajo de toda una vida”. Ahora viven en una vivienda arrendada. Otras familias deciden irse del país.
El llamado triángulo norte de América Central, compuesto por Honduras, El Salvador y Guatemala, padece de elevados índices de criminalidad. Honduras, de hecho, es el país con el mayor índice de homicidios del mundo, 86.5 por cada 100 mil habitantes, según datos del Observatorio de la violencia de la Universidad Nacional.
El subcomisario de policía Miguel Martínez Madrid dice que se enteró de las primeras extorsiones “alrededor de 2008” y añadió una complicación legal al problema: “aunque tengamos información de inteligencia respecto a los lugares en los que el problema se ha detectado, no podemos allanar las viviendas si no existen denuncias”.
Las pandillas comenzaron extorsionando estaciones de taxis, pulperías, pero ahora el delito se ha extendido a toda clase de comercios, distribuidoras de bebidas, ferreterías y hasta vendedoras callejeras, dijo Martínez. “Primero hacen un estudio de capacidad adquisitiva [de la víctima] y luego proceden”.
“Extorsionar directamente sobre las viviendas es sólo una etapa más, la última detectada, pero muy cruel para los vecinos porque no sólo les quitan dinero, sino el techo que han construido con el trabajo de toda una vida”, agregó.
La AP visitó la colonia 14 de marzo, considerada “zona roja”, donde se viven día a día las complejidades del problema extorsivo y las dificultades que enfrenta la Policía.
El lugar es un auténtico laberinto de calles sin asfaltar unidas entre sí por peligrosos pasajes de largas escaleras que se pierden hasta hundirse al fondo de una quebrada. Las casas son modestas y están en permanente construcción.
“Aquí, la pandilla les cobra un impuesto a los vecinos sólo por (el derecho a) vivir”, dice el subinspector Brian Domínguez, que patrulla el lugar a diario. “Dicen que (les cobran) 300 lempiras a la semana (unos 15 dólares). No les permiten alquilar ni vender. Cuando no aguantan más, se van. Saben que ‘las maras’ matan”.
Pese a la fuerte presencia policial, Oscon Armando Ochoa, de 82 años, no tuvo la oportunidad de protegerse. Le dispararon siete veces a quemarropa la noche del jueves pasado en su casa.
Con el cuerpo del hombre aún desparramado sobre latas de refresco y comida sin probar, sus hijos gritaban, “se lo han llevado, se lo han llevado, que injusticia, somos pobres y se lo han llevado por no pagar”, dijo a la AP el policía José Maldonado, testigo de los hechos.
Ochoa vivía apenas a unos cientos de metros del lugar donde el subinspector Domínguez dirige la fuerza que trata de darle seguridad a la zona.
“La Policía no tiene ni el número ni los medios necesarios para hacer frente al problema”, dijo Domínguez.
Domínguez muestra hasta ocho casas seguidas en una misma calle que fueron abandonadas por sus habitantes durante las pasadas navidades y que ahora languidecen convertidas en vertederos de basura desde que cien policías expulsaron a pandilleros de la M-18 a finales de abril.
Una de esas casas se convirtió en la sede de la fuerza policial que dirige el subinspector Domínguez. En el lugar hay una docena de colchones dónde duermen los agentes.
Sobre las paredes, un número que nadie ha borrado aún, el 18, delata la presencia de la pandilla M-18, que según la Policía aterroriza al barrio.
La AP trató de obtener los comentarios de líderes de la pandilla. La tarde del miércoles, un líder del Barrio 18 en una prisión a las afueras de Tegucigalpa, dijo: “Esa versión es de la Policía, nosotros no matamos inocentes, el barrio no lo permite. La señal en las paredes significa que ese es nuestro barrio y nosotros no lo extorsionamos, nosotros lo protegemos”.
Los extorsionadores, afirmó, son la misma Policía o drogadictos [expresión que se refiere a cualquier otro delincuente]. El líder de la pandilla habló bajo condición de anonimato por temor a represalias de las autoridades.
“Si uno de los nuestros hace una cosa así, nosotros mismos le crearíamos problemas”, dijo el presidiario, quien ha estado encarcelado por 10 años como parte de una sentencia por posesión de drogas y armas. Los líderes de las pandillas usualmente operan desde prisión.
La policía por su parte, niega tal señalamiento.
“Desde que está el general Bonilla es imposible que un policía extorsione, porque hay cinco instancias diferentes para denunciar a un policía en caso de que cometiese un ilícito” aseveró el subcomisario Martínez. “Ningún policía haría eso; ningún policía se metería en ese problema. ¿Cómo va a ir un policía a quitarle la casa a alguien?. Es simplemente imposible”, agregó.
“Mantenemos una presencia firme en la zona, pero sabemos que ahí detrás, frente a la escuela, en el interior de otras casas, siguen escondidos los pandilleros tras expulsar a los propietarios” dice el subintendente Domínguez, que recuenta más casas abandonadas: tres más allá, otras seis junto al puente, y ya fuera del barrio.
Dice que el problema se repite en la colonias Estados Unidos, en la Nueva Suyapa, en la Villa Cristina, en Flores del Pedregal y así hasta recorrer los cuatro puntos cardinales de la geografía de Tegucigalpa.
Los vecinos no quieren hablar, desaparecen tras las puertas ante la presencia de extraños porque, según Domínguez, “saben que cualquiera puede ser una bandera (informante) de la mara”. Los informantes pueden ser niños y vecinos.
Ninguna de las ocho familias que abandonaron sus casas ha regresado ni se ha comunicado con las autoridades según el Subcomisionado Elvis Bonilla, Jefe de la Policía Metropolitana de Tegucigalpa.
Según José Corea, un inspector de la recién creada unidad anti-extorsión de la policía, en los primeros seis meses de 2012 se han recibido 506 denuncias por extorsión a viviendas, taxis y negocios en Tegucigalpa.
El inspector no puede compararlo con cifras anteriores porque no existen. Pero reconoce que el número de delitos es mucho mayor que el de denuncias y que no se discrimina la información referente a la extorsión directa sobre viviendas.
“La situación es complicada, en algunas colonias hay incluso un toque de queda efectivo impuesto por las maras”, dijo Corea a la AP. “Nosotros sólo conocemos los casos cuando ya no aguantan más, están desesperados y vienen en grupo a denunciarlo”.
Para calcular lo que Espinosa llama “la cifra negra”, extorsiones y delitos no denunciados, propone realizar un ejercicio a partir de la encuesta de la ONU.
Si la investigación de Naciones Unidas dice que el 27% de la población ha sido víctima de un robo en los últimos cinco años, la cifra de víctimas ascendería a dos millones de personas. Si las denuncias ascienden sólo a 150 mil, un 15% de los hechos violentos cometidos, el 85% de los robos y extorsiones nunca llegan a ser denunciados, según el delegado Espinosa.
En su último informe anual, el Consejo Nacional de los Derechos Humanos del país señaló que entre 2005 y 2010, “el Ministerio Público remitió a la policía 306,305 expedientes para su debida investigación, no obstante, la policía devolvió con informe investigativo alrededor de 60,780 dejando sin investigar y posiblemente en la impunidad el 80% restante”.
El problema no se circunscribe a zonas marginales, ni se aísla en barrios concretos y cada vez las técnicas empleadas son más sofisticadas y difíciles de detectar, dijo el subcomisario Martínez.
“Sabemos que los mareros están identificando a personas vulnerables, por ejemplo, mujeres con hijos que tienen a su marido en Estados Unidos”, explicó el subcomisario. En el momento en que realiza una mínima mejora en la casa, se presentan en su puerta y le obligan a vender la casa por la décima parte de su valor. Aparecen, incluso, acompañados por un abogado para darle legalidad a la extorsión”.
Francisco Moncada vive en el centro de Tegucigalpa, a pocos metros del parque central. Cada noche se junta con algunos vecinos para charlar en la puerta de su casa y fumarse un cigarrillo o saca a pasear a su perro.
Desde hace varios años, no puede hacerlo sin llevar una pistola encima. Tiene una de las casas más bonitas del barrio, construida en la década de los 40, y cuenta que “ni siquiera me atrevo a pintarla” porque si lo hace, “quizás los pandilleros se darían cuenta de mi posición económica y me extorsionarían como le sucedió al negocio contiguo”.
“Esta antes era una zona bonita donde se podía estar y pasear, ahora está llena de ruinas y basura”, dice. “Tegucigalpa es una ciudad muerta”.
A Helen y Alejandro, por el contrario, les gusta su país y se han acostumbrado a su nuevo barrio y casa. Varios de sus amigos han optado por irse a España y Estados Unidos, hartos de la violencia.
“Yo no me voy a ir debido a la inseguridad”, dice Helen. “Si yo no estoy dispuesta a luchar porque mi país cambie, ¿Quién lo va a hacer?”.