Peregrinos colapsan Río por visita papal (fotos)
Una periodista de La Nación relata los obstáculos que tuvo para moverse por la ciudad sede de la JMJ
Río de Janeiro – Fue todo una ilusión. A las 4 p.m. del martes, cuando salimos junto a la camarógrafa de La Nación del Aeropuerto Internacional de Río de Janeiro, ni un solo auto pasó por al lado del taxi en la autopista que nos traía hasta el centro de la ciudad. Recién cuando nos acercábamos a esta zona, la emblemática Copacabana, vimos algunos vehículos que iluminaban una ciudad oscura y en silencio. Duró poco esa fantasía. Con el pasar de las horas, en éste, el primer día oficial de la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ), la ciudad maravillosa se saturó.
Hasta poco antes de que comenzara el festival que anticipaba la misa inaugural sobre la arena, a las 4 p.m, una continua, molesta y finita llovizna caía sobre quienes esperaban en las largas colas de peregrinos para canjear su almuerzo e incluso para aquellos que aguardaban fuera de los baños cercanos a la playa de Copacabana, donde se encontraron el martes por primera vez miles de jóvenes inscriptos en de la Jornada de la Juventud (JMJ), que no contó con la presencia del Papa Francisco.
Fátima Belmetiuk, una joven de 17 años, se tapaba la cabeza con la bandera de argentina para evitar la garúa. Hacía dos horas que estaba esperando junto a sus 50 compañeros del grupo Garupata, de Misiones, canjear su vale del almuerzo por dos hamburguesas en Pin Pin, en pleno centro carioca.
Los peregrinos que tienen la comida incluida en su paquete de la JMJ tienen cubierto el desayuno, el almuerzo y la cena, a la que acceden con una tarjeta similar a las de crédito. Es fácil notar cuáles son los locales que ofrecen este canje. Siempre hay filas, largas, a la que los peregrinos enfrentan con su mejor actitud, aún bajo la lluvia.
“¡Qué nos va a importar la lluvia! Somos jóvenes, vinimos para esto”, dijo Fátima, a quien sus compañeros le gritaban que avanzara cuando se quedaba charlando con esta cronista y se olvidaba de dar unos pasos cuando se liberaba espacio en la fila que los separaba de su almuerzo.
El movimiento conjunto de la masa de peregrinos, reconocibles por sus remeras de la JMJ, las banderas de sus países y su entusiasmo inmutable, también representa problemas para los coordinadores de grandes grupos.
“No es fácil que entren los 45 (jóvenes) en un mismo metro”, contó Cristian Buiana, de 22 años, que coordina al grupo que llega desde Esperanza, Santa Fe. Tardan una hora y media para llegar desde la Parroquia Santa María Zaccaría, del barrio Tanque, en colectivo y subte. Todo un desafío para un grupo que no quiere separarse.
Mientras la playa se llenaba de peregrinos, lo mismo ocurría en la costanera, sobre todo en las zonas donde había baños. Más de una cuadra de cola había detrás de la puerta de ingreso a una torre donde había toilettes, a un costo de 1.70 reales. Tampoco esto opaca la alegría de los fieles que llegaron a Río. Los peregrinos aprovechan la espera para interactuar con jóvenes que vinieron desde otras ciudades, intercambiar estampitas, opiniones o anécdotas.
Cuando la lluvia cesó, los problemas vinieron desde debajo de la tierra: un problema técnico en el llevó a la interrupción total en las líneas 1 y 2 por dos horas. El resultado: caos. Ni siquiera el feriado que comenzó en esta ciudad a las 4 p.m. para que los ciudadanos locales no se vieran afectados por la extraordinaria afluencia de gente pudo evitar la locura. Conseguir un taxi, imposible. Las paradas de los colectivos, cada vez más llenas.
La paz y serenidad de los peregrinos no se repetía entre los ciudadanos cariocas. Un grupo de pasajeros furiosos incluso intentó invadir la estación de Botafogo, pero la Policía lo impidió, según informó la radio local CBN.
Apuradas por ir a buscar las acreditaciones al Forte de Copacabana, a unas 30 cuadras de donde estábamos, con mi compañera nos pusimos al acecho de algún taxi disponible. La suerte nos ayudó y uno de ellos se desocupó muy cerca de donde estábamos. Corrimos a él, ante la sonrisa pícara del taxista, indisimulablemente contento por un día con un nivel de trabajo inusual en una ciudad de por sí muy poblada.
Llegamos al Forte y, después de un breve trámite, rápidamente estábamos listas para volver. Esta vez, la suerte no quiso acercarse. Los taxis vacíos tampoco. Si bien el subterráneo ya funcionaba, la estación más cercana, que aparece en los mapas, en rigor no está abierta porque sigue en construcción. Comenzamos a preguntar qué colectivo nos llevaría de nuevo al hotel, una zona sinónimo de caos por su cercanía a la misa de apertura a cargo del arzobispo de Río, Orani Tempesta, que estaba por comenzar.
Tardamos más de media hora en trasladarnos de un punto a otro, a unas 20 cuadras de distancia, con una velocidad que nos recordaba a los peores días del tránsito porteño. Cuando nos bajamos, volvimos al hotel esquivando las nuevas y largas filas de los restaurantes, esta vez colmadas por extranjeros acostumbrados a cenar temprano.
El viaje directo y veloz de anteanoche ya es un recuerdo lejano, convertido en anhelo en medio de una ciudad colapsada.