El Papa, milagros y violadores

Floribeth Mora dice que fue un milagro de Juan Pablo II lo que la curó.

Floribeth Mora dice que fue un milagro de Juan Pablo II lo que la curó. Crédito: AP

Sociedad

No creo en los milagros, son una invención de los religiosos, pero eso a nadie le importa. Lo que importa es que Floribeth Mora sí cree en los milagros y está convencida de que uno le salvó la vida.

Floribeth, una costarricense que hoy tiene 50 años, fue diagnosticada en el 2011 con un aneurisma cerebral que la podía dejar paralítica o incluso provocarle la muerte con una hemorragia. Su caso era tan grave que no podía ser operada. Pero le rezó a Juan Pablo II —el Pontífice que murió en el 2005— y ella supuestamente escuchó su voz que le dijo en español: “Levántate, no tengas miedo”.

Eso, dijo llorando en una conferencia de prensa en San José, la curó. Su doctor, interrogado por el Vaticano, confirmó que el aneurisma había desaparecido totalmente. El Vaticano ahora dice que la curación de Floribeth fue un “milagro” y usará esa supuesta prueba para canonizar a Juan Pablo II y convertirlo en santo.

El problema de convertir a Juan Pablo II en santo es que, aunque le cayera muy bien a millones y fuera el primer Papa polaco, encubrió y protegió durante su pontificado a miles de sacerdotes criminales que abusaron sexualmente de niños. Es imposible creer, por ejemplo, que Juan Pablo II no sabía de las gravísimas acusaciones en contra del fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel.

Maciel fue un violador y perverso criminal que murió en absoluta libertad sin ser castigado. Juan Pablo II, quien no solo lo cuidaba sino que le tenía un especial afecto, pudo haber evitado decenas de ataques sexuales de Maciel. Pero nunca se atrevió a hacerlo. Juan Pablo II tomó partido y prefirió estar del lado del victimario y no de las víctimas.

Lo mismo hizo en miles de casos más. La política oficial durante los 27 años de su pontificado fue que la Congregación de la Doctrina de la Fe —organismo encargado de investigar esos casos— no entregaría a esos delincuentes sexuales en sotana a las autoridades civiles ni a la policía. Solo por eso el Papa Francisco no lo debe convertir en un santo.

Debo reconocer, incluso como no creyente, que el papa Francisco ha causado una magnífica primera impresión. Estuve en Roma en la cobertura de su sorpresiva designación como primer papa argentino/latinoamericano y sus gestos de humildad chocan con los zapatos rojos de antiguos pontífices y con la altanería de los que creen hablar con Dios cada noche.

Jorge Mario Bergoglio, durante su reciente viaje a Brasil, dijo que “un cristiano, si no es revolucionario en los tiempos actuales, no es cristiano”. Y ciertamente ya ha actuado de una manera revolucionaria, para un papa, al responder durante 84 minutos las preguntas, sin censura, de los periodistas que lo acompañaron en el avión de regreso a Roma. Eso es nuevo. Antes nadie podía cuestionar así a un papa.

También ha sido revolucionaria su pregunta en esa conferencia de prensa a 35 mil pies de altura: “¿Quién soy yo para juzgar a un gay?”. La Iglesia católica siempre ha rechazado a los homosexuales y al matrimonio gay. Oficialmente considera su conducta como un pecado que va contra la naturaleza humana. Pero la respuesta del papa sugiere una mayor apertura y el resto de la jerarquía católica ahora tendrá que repensar su legendario repudio a los homosexuales.

Estos no son, desde luego, los únicos temas relevantes para una Iglesia que todos los días pierde creyentes. Si el papa Francisco quiere salir a la calle a “armar lío”, como le pidió a los jóvenes brasileños, también debe revisar las absurdas prohibiciones de la Iglesia católica respecto al uso de preservativos y a la posibilidad de que las mujeres ejerzan el sacerdocio.

No se trata de cambiar la doctrina de la Iglesia. De lo que se trata es de cambiar las interpretaciones machistas y prejuiciadas de su jerarquía. Jesucristo nunca propuso limitar el papel de la mujer en la Iglesia ni prohibir el matrimonio de sacerdotes. Esas fueron erróneas decisiones de hombres y otros hombres las podrán cambiar.

Mucho, me parece, ha hecho el nuevo papa Francisco en tan poco tiempo. Pero todo, hasta el momento, ha sido cuestión de estilo. Falta fondo. Jorge Mario Bergoglio corre el riesgo de ser un líder populista, diciendo lo que la gente joven y moderna quiere oír, pero sin cambios sustanciales dentro de la Iglesia católica.

Por eso es importante que fije su postura frente al tema principal que aqueja a su Iglesia. Y ese tema es el abuso sexual de miles de sus miembros en contra de niños. La única posición congruente con su deseo de ser “revolucionario” es que adopte una postura de cero tolerancia y expulsión en los casos futuros, y de cárcel y cooperación con la policía en los casos pasados.

Simbólicamente nada sería más poderoso que suspender la canonización de Juan Pablo II. El mensaje sería claro: no convertiré en santo a un cómplice de sacerdotes pederastas. Eso sería verdaderamente revolucionario. Pero como dije en un principio, no creo en milagros.

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