Palabras de mala fe

Las palabras incómodas llevan a conceptos incómodos.

Las palabras incómodas llevan a conceptos incómodos. Crédito: Morguefile

La Cresta de la lengua

Hay palabras cuya mera presencia perturba. Tienen ese poder. Son malnacidas por no haber surgido del pueblo o proceder de encuentros no deseados. El que les pone nombre a las cosas tiene el poder mágico de convocar a las palabras; no falta por ello quien use este poder en beneficio propio y aún pretenda que tomemos sus palabras como dogmas de fe, de su fe.

La primera palabra invitada es la de “negro”. Para un trabajo en que se tenía que nombrar a la población africana del Nuevo México colonial, observamos que “negro” no acababa de convencer: ¿por qué? Para los que propugnaban llamar a las cosas por su nombre esto no representaba ningún obstáculo: “son negros”. Por la misma lógica, Obama era el primer presidente “negro”, y leíamos en la hemeroteca: ‘le dieron el óscar a una “negra”‘. Las dudas surgieron en un debate posterior, no iba a ser todo tan sencillo, cuando vimos que si Obama era hijo de una “blanca” y de un “negro” tenía que tener tanto de “negro” como de “blanco”. La conclusión fue elemental: “blanco” y “negro” no eran palabras en pie de igualdad porque “negro” no se aplicaba a una cualidad como “tener ojos claros” sino era la negación de “un color”: el blanco. A partir de ahí ya nos cuesta disfrutar de la palabra. Me conformo hoy, solución personal, con hablar (en nuestro contexto) de personas africanas o de origen africano. Y no me preocupa si hay africanos de tez clara. Todo el mundo sabe lo que quiero decir.

¿Y “matrimonio” usado con personas del mismo sexo? Algunos no toleran esta extensión significativa. Se intuye que si no hay madre no hay matrimonio. Las definiciones del diccionario, aclaramos, no se corresponden a menudo con las de la antropología. El matrimonio convenido, aunque nos sorprenda, servía antes para formalizar alianzas de supervivencia. Hoy se ve mal. El triunfo del afecto en la relación de pareja vino a desplazar otros intereses matrimoniales. Hoy, en trepidante evolución, no sorprende que haya progresado hasta liberarse de la atadura heterosexual. Con el paso de los tiempos, hasta se difumina la especialización de los sexos en el matrimonio. El avance de la ciencia y nuevas leyes permiten hacer natura lo que antes era contranatura. Que nadie diga que de parejas de hombres homosexuales no puede salir una madre porque le llevaría a concluir que en las parejas de mujeres homosexuales habría dos. O a que a la mujer y al hombre estériles se les debería negar el matrimonio. ¿Sería proporcionado?

Las palabras incómodas llevan a conceptos incómodos. El propio “continente americano” es materia que no escapa a cuestionamiento: ¿qué hacer en nuestros colegios de Estados Unidos cuando nos dicen que hay dos continentes, América del Norte y América del Sur? Para los latinos solo hay uno: “América”. ¿Qué debemos hacer en clase? No parece aconsejable ir al instructor de turno a decirle que los libros están mal. Es una realidad intimidante cuando hay un examen a la vista y hay que contestar preguntas, y bien. ¿Cómo vivir con una contradicción así y dormir sin remordimientos? Dos no es igual a uno. Matemática elemental. Más operativo nos será aprender que en asuntos de continentes lo científico es pura conveniencia cultural y poner en el examen, por supuesto, lo que nos piden. Me querían convencer una vez de que el canal de Panamá había creado los dos continentes. ¿Si lo cerramos desaparecerían?

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