Detrás de Lampedusa

Los gobiernos de Europa con la cooperación de Estados Unidos debieran presionar a los países emisores de la emigración que ejercieran una soberanía más eficaz

Las autoridades llevaron a varios de los sobrevivientes del naufragio a la isla italiana de Lampedusa.

Las autoridades llevaron a varios de los sobrevivientes del naufragio a la isla italiana de Lampedusa. Crédito: Archivo / EFE

MIGRACION

Trás del sistemático ataque del Partido Republicano, impulsado por los ultraderechistas del Tea Party, contra la reforma sanitaria de Barack Obama reside la amenaza de la inmigración sobre la mítica esencia nacional de Estados Unidos. Ante la contumaz atracción del país en el resto del planeta poco pueden hacer medidas restrictivas para disuadir la inmigración.

Mientras tanto, la polémica en torno al sistema de salud (y detrás de ella la amenaza inmigratoria, aunque no la única causa) se cierne sobre la convivencia y la cohesión nacional, hasta el extremo de hacer ingobernable el país.

Al otro lado del océano, el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso, fue silbado a su llegada a la isla mediterránea de Lampedusa, como protesta por la inoperante conducta de la Unión Europea (UE) ante las oleadas trágicas y frustradas de inmigrantes sobre las costas italianas.

Aunque la protesta se hacía extensiva al primer ministro de Italia, Enrico Letta, y a la comisaria europea de Interior, Cecilia Malström, los manifestantes en rigor se equivocaban de objetivo.

La UE no es la causante de la impotencia en evitar ese pertinaz movimiento. Los culpables son los mismos gobiernos soberanos que desde los ambiciosos logros de integración profunda que se apuntaban con el Tratado de Maastricht de 1992 se han resistido a dar unos nuevos “pasos osados”, como se prometía desde la Declaración Schuman de 1950.

Hay una línea roja que en las capitales europeas no se puede pasar.

El problema reside en que todavía las competencias de inmigración y fronteras están ancladas firmemente en los sectores inamovibles del antiguo tercer pilar de la UE, ahora bautizado como Espacio de Libertad, Seguridad y Justicia.

Aunque lenta, pero tenazmente, muchas competencias, antes bajo el yugo de la unanimidad, han sido traspasadas al área comunitaria, cuyas decisiones se pueden ahora tomar por mayoría cualificada, el paso crucial se resiste. En 1957, con la aprobación del Tratado de Roma que fundó la Comunidad Económica Europea y la Comunidad Europea de Energía Atómica, se logró el cambio decisivo respecto de la modestia de la agenda de la Comunidad del Carbón y el Acero (CECA) de 1952, como resultado de la oferta del ministro francés Robert Schuman.

Desde entonces, el corazón de la integración europea ha estado centrado en el funcionamiento del Mercado Común. La sublimación del Tratado de Roma, en este terreno, tuvo que esperar a la aprobación del Acta Única del año 1986. Las columnas fundamentales de lo que sería conocido más tarde como el Mercado Único eran en realidad cuatro libertades de movimiento. La primera es la libre circulación de bienes, con el desmantelamiento de las barreras arancelarias y físicas; la segunda está centrada en la circulación de capitales, operación bastante fácil, ya que estaba impelida por los activos intereses económicos y empresariales; la tercera era la desaparición de las limitaciones a los servicios. La cuarta sigue siendo la más difícil: la libre circulación de las personas.

Si esto se regula y garantiza por los tratados en el contexto interior y se está anclado en el terreno comunitario (primer pilar), el trasvase de ciudadanos por las fronteras exteriores está formalmente sujeto a las decisiones soberanas de los estados.

Inmigración, visados, asilo y cualquier dimensión de control de fronteras son monopolio de los gobiernos y solamente el Consejo Europeo puede emitir legislación efectiva. De ahí que los gobiernos se aprovechen de su carencia de competencia y echen la culpa a las instituciones de la UE.

En lugar de acudir a remedios de urgencia como el envío de unos cuantos navíos a vigilar la zona entre Túnez, Sicilia y Malta, Italia debiera liderar y ser arropada por sus socios más potentes y cercanos (Francia, España y también Gran Bretaña) y establecer una flota de vigilancia que no reduzca sus funciones a la interdicción de embarcaciones repletas de emigrantes desesperados, sino a la efectiva regulación del tráfico en el Mediterráneo.

Es más, los mismos gobiernos, quizá también con la cooperación de Estados Unidos y otras potencias extramediterráneas, debieran presionar a los países emisores de la emigración incontrolada para que ejercieran una soberanía más eficaz.

En caso de no contar con medios propios, la ayuda debiera consistir en unos planes de desarrollo ambiciosos para cortar el problema de raíz.

Pero parece que no queda más alternativa que plegarse a los cantos de sirena de los Tea Party europeos, liderados por Marine Le Pen.

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