Zonas rojas: fábricas de víctimas y crimen

La solución de algunas causas de migración no se pinta como física nuclear

En Centroamérica, algunos de los vecindarios más pobres son fábricas de estadísticas delictivas. Es absurdo asumir que toda persona pobre es un delincuente en potencia. Pero es necesario reconocer que los niños y adolescentes en las zonas pobres son un blanco vulnerable de las pandillas, que los criminalizan o victimizan. Las evidencias están en todas partes y no son nuevas.

Según autoridades en Guatemala, que trabajan en la rehabilitación de menores de edad que delinquen, los niños o adolescentes se unen a las pandillas por protección. Prefieren criminalizarse que ser víctimas. No creen que les van a proteger de verdad, sino prefieren (por sobria decisión propia) que la pandilla los agreda para admitirles en sus filas, a que les agreda a la fuerza, les asesine, o que obligue a su familia a huir del vecindario para evadir esa elección (muchas veces, con rumbo a EE.UU., si consiguen llegar, porque no tienen a dónde más ir). Para los muchachos, esto significa que los “brinquen”, que les salten encima y les den una paliza de bienvenida a la pandilla. Para las chicas significa aceptar tener relaciones sexuales con uno o varios líderes de la pandilla, en lugar de ser violadas y/o asesinadas. Estas son sus opciones—si se les puede llamar eso.

Estos niños y adolescentes están atrapados en una situación aún más vulnerable si en su casa hay dificultades económicas, violencia intrafamiliar, abuso de drogas o alcohol, o un fatal combo de dos o más de estas situaciones. En ocasiones, la tensión que causa la falta de dinero es detonante de las demás, aun si no es la causa principal.

Hace 15 años, el Banco Mundial publicó un estudio que concluía que a menor número de años de escolaridad promedio por país (en Latinoamérica), mayor el nivel de la violencia. La conclusión del estudio no sorprende. La pobreza en sí no causa el problema, sino la falta de acceso a oportunidades por medio de la educación, la falta de modelos positivos, la impunidad, y la injusticia.

Un funcionario guatemalteco decía que la prensa muestra al pandillero como un criminal, y que muchas veces se trata de jóvenes que perdieron el camino y no saben cómo regresar. Habló de una joven de 20 años que en 2011 dejó un artefacto explosivo en un autobús que mató a nueve personas. “Ella decía, ‘Soy una estúpida’, ‘nunca debí estar en ese bus’, y que se había equivocado”, relató el funcionario. Aunque reconoció que esa equivocación la llevó justificadamente a la cárcel, no pudo evitar ver que aquella confundida joven parecía tener poco que ver con su imagen mediática de pandillera sanguinaria, pero en cambio sí parecía ser una joven sin una tabla de resonancia para medir las acciones que pensaba cometer. Nadie puede decir si estaría viva de haberse negado a cooperar con la pandilla, y si tenía opciones de huir a otro sitio, donde no tuviera que decidir entre morir o delinquir, o entre morir o migrar.

Así, la solución de algunas causas de migración no se pinta como física nuclear. Pero requiere planes de largo plazo, que los gobiernos centroamericanos no tienen la voluntad política de emprender. Es más fácil extender la mano, o pasar el sombrero en las reuniones en Washington, D.C., para pedir fondos a EE.UU. en el empleo de medidas cortoplacistas que nada resuelven. En Guatemala, se tiene el quinto gobierno desde que se firmó el Acuerdo de la Paz Firme y Duradera, que abanderaba, entre otras cosas, la importancia de las medidas preventivas. Lo machacaron asesores estadounidenses, españoles, chilenos, entre otros. Pero más de 15 años después se ve que las palabras cayeron en saco roto. Las autoridades prefieren apagar fuegos, atender lo urgente y rezagar lo importante, y funcionar cual bomberos.

Así se acaba en Guatemala con titulares como “Mujer asesinada de ocho balazos”, o “Chofer baleado en abdomen conduce hasta [hospital] con siete pasajeros heridos”, “49 choferes de autobús asesinados en ocho meses”, o que entre enero y el 1 de octubre han muerto 400 menores de edad en hechos violentos. Es decir, uno por día—1.4 para ser exactos. La mayoría de estos hechos ocurre en zonas rojas convertidas en fábricas de víctimas y criminales. Es como si el país—como sus vecinos, El Salvador y Honduras—se comiera a sí mismo, sin que haya una intención seria en los gobernantes para detener el proceso.

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