Centroamérica: la política del desengaño y EEUU

Quizá quienes no recuerdan la historia con cinismo y la sensación de déjà vu, son quienes creen que un cambio radical y positivo en la región todavía es factible

Con manifestaciones multitudinarias el pueblo pide la renuncia del presidente guatemalteco, Otto Pérez Molina.

Con manifestaciones multitudinarias el pueblo pide la renuncia del presidente guatemalteco, Otto Pérez Molina. Crédito: EFE | EFE

Las manifestaciones masivas contra la corrupción en Guatemala y Honduras invitan a creer que estos pueblos se cansaron de agachar la cabeza frente a años de abusos del Estado.
Lo mismo se creía de la etapa entre 1944 y 1954 en Guatemala, denominada los “Diez años de Primavera”, cuando un grupo de civiles y militares interrumpieron décadas de dictaturas militares. Sin embargo, no todo fue miel sobre hojuelas, ni todo funcionó como reloj suizo. De esta época (1946-1948) datan los siniestros experimientos que el gobierno permitió, y que implicaron la inoculación de enfermos mentales, prostitutas e indigentes con enfermedades venéreas. Esto, a manos de una agencia de EE.UU. que años más adelante se convertiría en la Organización Panamericana de la Salud, y por lo que Hillary Clinton (cuando era Secretaria de Estado de EE.UU. en 2010) pediría disculpas públicas a Guatemala en nombre de su país.
De los “Diez años de Primavera” también data legislación que dio autonomía a las fuerzas armadas sobre el Ejecutivo, y que permitió parte de los desmanes que el Ejército guatemalteco cometió en las décadas siguientes, y que llevaron al conflicto armado interno.
Del poder militar absoluto surgió la estructura de corrupción que destapó en abril pasado la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), que hoy se conoce como La Línea. Se trata de una red en diversos organismos del Estado que ofrecía servicios de evasión fiscal, y se embolsaba una parte del dinero que debía ingresar al fisco: un estimado semanal de $260 mil (en años recientes).
En 1954, el papel de EE.UU. fue significativo, como ahora—para bien o para mal. Hace hace 60 años, no convencía al gobierno estadounidense la reforma agraria en Guatemala (incluída la expropiación de grandes fincas a la United Fruit Company), entre otras medidas, ni los nexos con el Partido Internacional Comunista, y se decidió que el Presidente Jacobo Arbenz debía caer. El resto es historia: el golpe de Estado que la CIA orquestó y las secuelas de la Guerra Fría en Guatemala, con EE.UU. detrás de los militares y la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) atrás de la guerrilla.
Desde entonces, la dinámica cambió un poco. EE.UU. se ocupó de respaldar el proceso de paz en los 90s y la lucha contra el crimen organizado, principalmente en narcotráfico y tráfico ilegal de personas. Fue uno de los principales financistas de la Misión de Naciones Unidas para Guatemala (MINUGUA) hace dos décadas, y ahora es protagónico en los esfuerzos de la CICIG.
Información extraoficial da cuenta de que la caída de la ex vicepresidenta Roxana Baldetti se debe, en parte, a que EE.UU. recibió información comprometedora de una guatemalteca que se entregó en ese país en septiembre pasado, para enfrentar cargos por narcotráfico en una corte de Miami, y que (siendo amiga de Baldetti) conocía los pecadillos de la ex vicemandataria en corrupción y lavado de dinero: Marllory Chacón.
Los guatemaltecos masivamente exigían la renuncia de Baldetti, precipitada por la investigación de la CICIG y el Ministerio Público, y la presión política, nacional e internacional. Y, al contrario de 1954, los intereses populares ahora sí coinciden con aquellos de EE.UU.: reducir la corrupción en Guatemala, que interfiere con su habilidad para luchar contra el crimen organizado transnacional. Pero esta historia no acaba de escribirse.
Entre 1944 y 1954 Guatemala cometió errores que pagó caro después. En 1954, EE.UU. se equivocó al confiar en que los militares ejercerían un control democrático, que validara los intereses estadounidenses. Pero jamás esperó que, como resultado, un grupo de militares rechazara la intervención estadounidense y conformara los inicios del movimiento guerrillero. Ahora, EE.UU. intenta en vano que Guatemala y Honduras reduzcan la corrupción, que les ubica en el tercio de países considerados más corruptos, según Transparencia Internacional. Pero está arando en el mar. Eso fue evidente ante la crisis de menores de edad migrantes en 2014, en la frontera sur de EE.UU., y lo es ante las estadísticas de decomisos que reflejan que están de adorno las fuerzas de tarea (co-patrocinadas por EE.UU.) en las fronteras de Honduras-Guatemala y Guatemala-México para mermar el narcotráfico.
En Honduras, las manifestaciones multitudinarias también le han hecho saber a la clase política que el vaso de la paciencia popular ya rebalsó, después que se conoció el desfalco de al menos $120 millones al seguro social y que el partido oficial habría recibido dinero del seguro social para su campaña política.
Mientras todo esto ocurre, los países de la región mantienen una dependencia de ayuda externa de EE.UU., y esta dependencia implica la participación de EE.UU. (aún si es tras bambalinas) en asuntos locales, que pueden afectar interses estadounidenses en materia de seguridad.
Por ejemplo, se conoce que EE.UU. ya reactivó la base de Palmerola en Honduras (clave en la guerra de los Contras-Sandinistas en Nicaragua) ante la presencia de intereses rusos en Nicaragua. En Guatemala, bastó ver en conferencia de prensa cómo el presidente Otto Pérez Molina hablaba y veía de reojo al embajador de EE.UU. en Guatemala, Todd Robinson (en junio pasado), casi como preguntándole, “¿lo estoy haciendo bien?”. En la conferencia anunciaban la colaboración de EE.UU. con pruebas de polígrafo para elegir funcionarios para cargos de la Superintendencia de Administración Tributaria. El episodio recuerda demasiado al militar ungido para tomar el poder en Guatemala en 1954, el coronel Carlos Castillo Armas, cuando pronunció unas cuantas palabras en inglés quebrado, buscando con la mirada la aprobación de su co-patrocinador estadounidense en un acto público. Cuatro años después, Castillo Armas fue asesinado, y el país cayó en una serie de gobiernos militares corruptos, tan incompetentes como las administraciones civiles a partir de 1986.
Si en Centroamérica se vive una primavera, esta no es una garantía de cambios concretos. Más que manifestaciones populares y participación de la sociedad civil, se requiere esfuerzos sostenidos, consensuados y de largo plazo. Se creía logrado en Guatemala con los acuerdos de paz en 1996, pero no fue así. Existen iniciativas de reformas a las leyes actuales, para reducir la corrupción, pero existe un déficit de voluntad política en los poderes judicial, legislativo y ejecutivo. Con leyes muertas en papel, el país y la región están condenados a un desengaño perpetuo, a continuamente observar la misma película (con actores distintos) y esperar un final diferente. La memoria puede ser selectiva y engañosa.
De pronto, quienes no recuerdan la historia con el cinismo que a veces da el paso de los años, todavía esperan que un cambio radical y positivo en la región es factible. Para el resto, que necesita pero ya no cree en un alivio inmediato, queda poco. No es por nada que no se detiene la migración indocumentada hacia EE.UU. Para quienes no quieren o no pueden irse, queda hacer las veces del avestruz, o pasar el rato amargo del desengaño, y esperar. Esperar por la fórmula mágica de voluntad política, leyes coherentes y gobernantes honestos, así ello se asemeje a esperar que se partan las aguas de un imaginario Mar Rojo, y surja así una ruta de salvación.

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