Autor peruano recibe premio en LA Plaza de Cultura y Artes

Alfredo M. Del Arroyo fue galardonado por "Martes de infamia y otros días fatales"

Alfredo del Arroyo

Crédito: cortesía del autor

“A mí no me gustan los finales felices. Eso se lo dejo a otros”, dijo Alfredo M. Del Arroyo, escritor de origen peruano galardonado con el primer lugar en la categoría Best Popular Fiction en español del International Latino Book Award por Martes de infamia y otros días fatales, una colección de relatos cuyos desenlaces no suelen ser placenteros.

Del Arroyo y su familia huyeron de Lima al estado de Virginia a fines de los años 80, impulsados tanto por la crisis económica como por la violencia entre el gobierno y el Sendero Luminoso que consumían a su país.

Estudió periodismo en Universidad Inca Garcilaso de la Vega, pero al llegar a Estados Unidos, Del Arroyo, como millones antes y después que él, empezó su vida laboral como busboy.

“Conocía las palabras spoon (cuchara), fork (tenedor) y knife (cuchillo). Pero en ese entonces no conocía la palabra en inglés para ‘los cubiertos’. Me acuerdo que una compañera gringa me exigía y me exigía the silverware, y no sabía de qué hablaba”, dijo Del Arroyo con una risa.

Dicha experiencia lo marcó y le sirvió de inspiración para uno de los personajes dentro de su colección de relatos, la cual abarca historias de  niños cruzando la frontera, la tragedia del 9/11 y el sacrificio de jóvenes soldados durante la Guerra del Pacífico.

En el Mes de la herencia latina, Del Arroyo mira hacia atrás: “Ser latino significa alegría, tradición, cultura. Mayas, aztecas, y en mi caso, por ser peruano, los incas. Significa raza, estar unidos por un mismo idioma, deseo de superación para salir adelante por nuestros hijos y nuestras familias, es el orgullo de llegar a nuestras metas y cumplir el ‘sueño americano’, cómo alcanzar un primer lugar en un concurso literario”.

Si gusta hojear el libro por internet, haga clic aquí. Lo siguiente es un fragmento de su obra.


“Donantes involuntarios”

Vi el anuncio con una lista de números en el periódico mural situado en el pasillo del hospital donde laboro, en la ciudad de Reston, Virginia. Junto a él lucían orgullosas las fotos de mis compañeros de trabajo, a quienes conocía muy por encima. El pediatra del mes, el cardiólogo del mes, la enfermera del mes, los escogidos “mejor de lo mejor” en varias hileras de vanidad. Ellos no sabían de mi existencia. Me ignoraban cuando pasaban por mi lado, y a veces, por ser hispano, me miraban con cierta repugnancia. Yo era un peón más destinado al sacrificio en su tabla de ajedrez. Un cero bien grande, es decir, un cerote. Un nada y ellos un todo. Ellos, los estudiantes de medicina, los residentes y futuros eminentes doctores. Destinados a un futuro que, sin duda, los llevaría al éxito instantáneo. Yo, el jefe de mantenimiento del turno de madrugada, la persona cuyo nombre nunca fue memorizado. El iletrado que los miraba aturdido cuando le dictaban órdenes a excesiva velocidad, en un inglés que sonaba inentendible. El inmigrante indocumentado, que a duras penas acabó el tercer grado de primaria en su país de origen, y a quien irremediablemente, se vieron forzados a dar el título de maintenance manager, ya que ninguno de los morenos afroamericanos aceptó coger ese horario.

*****

Pregunté a Byron, guatemalteco y jefe de cocina en la cafetería del Children’s Hospital, qué significaban esos números en el periódico mural. Con secundaria completa, y con cierto dominio del idioma que le dieron los años, Byron sí podía leer inglés, y aunque no a la perfección, hacía el esfuerzo por traducirme las palabras al español. Al poco rato se aburría ante mis preguntas insistentes. Yo le decía: «Te puedo hacer una pregunta». Y esa pregunta llevaba a una segunda, y luego a otra, a otra, y a otra, hasta colmar su paciencia. En fin, Byron me explicó que la Unidad de Trasplantes del hospital se trazaba una meta, y esa meta era expuesta en números en el periódico mural…

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