Coronavirus pone a trabajadores de asilos al filo de la navaja
Aman su trabajo esencial, pero al mismo tiempo han sido de los más impactados por la pandemia
Roberta Rodríguez, una enfermera asistente que se contagió de coronavirus en un asilo de la ciudad de Santa Ana donde trabaja, pasó noches con mucho miedo a la muerte.
Aislada en un hotel, no sabía si a la mañana siguiente, iba a abrir los ojos. “Dormía sentada porque temía perder la respiración, quedar inconsciente y no saber de mi. Pensaba que tal vez nunca iba a ver a mi familia”.
Los asilos y residencias de ancianos se han convertido en el epicentro de la pandemia del COVID-19, debido a que las personas mayores con condiciones de salud preexistentes viven en espacios cerrados, donde fácilmente puede incubarse el letal virus.
“Estamos realmente en la primera línea contra el coronavirus”, dice Roberta quien tiene 49 años de edad, 17 de esos años ha trabajado en el mismo asilo. El 30 de abril fue diagnosticada con el COVID-19.
“Empecé por sentirme muy cansada. Le echaba la culpa al trabajo porque a veces nos dan hasta 11 pacientes para atender por jornada. Yo ando corriendo desde las siete de la mañana hasta las tres de la tarde”, dice.
El trabajo de una enfermera asistente en un asilo, consiste en asistir a los ancianos, bañarlos, cambiarles de pañal, ayudarlos a vestirse, levantarlos para sus actividades, llevarlos a sus visitas al doctor, entre otras actividades.
Debido a que en el asilo donde trabaja, un adulto mayor salió positivo a la pandemia, les hicieron el examen a todos los trabajadores.
Y para no exponer a sus familias, las autoridades de su trabajo, recomendaron a sus enfermeras aislarse en un hotel pagado por el estado. Así lo hizo Roberta, pero apenas llegó, comenzó a tener mucho dolor de garganta.
Positiva al virus
“Dos días después, me llamó mi jefa para decirme que había salido positiva, que no me fuera a mi casa y que ella me iba a estar monitoreando por teléfono. “Me dijo, si te falta la respiración llama al 911”, recuerda entre lágrimas.
Ya para entonces, dice que le empezaron los dolores de cabeza, náuseas, escalofríos, tos y temperaturas de más de 100 grados sobre todo por la noche.
“Nunca vi a un doctor. Solo tomaba Tylenol y Nick Quill. Perdí el sentido del gusto y del olfato”.
Un mes después de aislamiento, Roberta regresó a su casa mientras espera los resultados del segundo examen para ver si ya está libre del coronavirus. “Yo quería quedarme más tiempo en el hotel hasta que me confirmaran que ya no lo tengo, pero en los teléfonos del estado nunca me contestaron. Cada semana tenía que llamar para pedirles autorización para permanecer en el hotel”.
Dice que poco a poco los síntomas del COVID-19 han desaparecido. Sin embargo, no se siente completamente recuperada, ya que aún está cansada con frío y sueño. “Uno vive al día con miedo de volver a recaer“.
Abandonada a su suerte
Roberta cuenta que durante el mes que estuvo enferma, dejó de percibir su sueldo. “Mi jefa me dijo que metiera mis días de enfermedad y vacaciones por esos días. No se me hace justo porque yo me contagié en mi trabajo. Ahorita ya van más de 34 pacientes infectados en el asilo. Solo cuando yo salí, ya había tres enfermos. Yo tuve contacto con dos de ellos”.
Casada y madre de tres hijos adultos, dos de los cuales viven en la casa, confía que ella ama su trabajo y atender a los adultos mayores. “Pero después de esta experiencia, uno se pregunta si vale la pena tanto sacrificio. Entregamos todo a cambio de nada”.
Cuenta que al principio de la pandemia, la compañía para la que trabaja no les quería dar ni mascarillas para no hacer sentir mal al paciente. “Nos dieron hasta que el gobernador ordenó que era obligatorio que las usáramos, y tuvimos el primer paciente con COVID-19”.
Pago de pandemia
Arnulfo de la Cruz, vicepresidente del Sindicato Internacional de Trabajadores de los Servicios (SEIU-2015), el cual representa a más de 400 mil trabajadores de asilos y cuidadores a largo plazo de adultos mayores y menores con discapacidad, dice que cuando comenzó el coronavirus, tuvieron reportes de que las trabajadoras usaban bolsas de plástico para protegerse a falta de guantes y mascarillas.
“La gran mayoría de los dueños de los asilos y centros de convalecencia para ancianos son compañías privadas cuya meta es obtener la máxima ganancia “, dice. Pese a esto, con algunos lograron negociar un pequeño aumento de menos de 2% que se conoce como pago de pandemia.
“En promedio, un trabajador de asilo como una enfermera asistente gana alrededor del salario mínimo desde 12.50 dólares hasta 16 dólares la hora dependiendo del área de California”.
A la vez, precisa que la mayor parte de estos trabajadores esenciales que atienden, dan de comer y cambian a la ropa a los adultos mayores, son mujeres de las minorías, sobre todo hispanas en California.
“Ellas están poniendo su vida en riesgo todos los días porque están trabajando con pacientes positivos, y deben proveerles un equipo de protección personal”.
Volver o no al trabajo
Lupe Martínez trabaja en un asilo de Riverside como encargada de recoger la ropa de los adultos mayores y llevarla a la lavandería, una vez limpia, la devuelve a las habitaciones.
El 13 de abril empezó con tos, dolor de cabeza y garganta. El 16 de abril decidió ir al hospital porque ya para entonces le dolía mucho el cuerpo y al respirar sentía dolor. “Me dijeron que era sospechosa del COVID-19 y me hicieron la prueba. El 21 de abril me avisaron que estaba positiva”.
Los síntomas se intensificaron: debilidad, dolor de estómago, pérdida del olfato y gusto y hasta deshidratación.
Estuvo 21 días sintiéndose terrible. “Mi hijo – de 29 años – y mi hija – de 20 años – también tuvieron coronavirus, pero no presentaron síntomas”.
Ella está convencida que adquirió el virus de una paciente que murió por esa enfermedad. “La siguiente semana, en mi día de descanso, fue cuando comencé a sentirme muy cansada, y quería estar dormida”.
Nadie de su departamento fue notificado de que un paciente estaba positivo y otros compañeros entraron a su cuarto, sin equipo de protección, dice. “Estoy enojada porque mi empleador nunca me avisó del paciente con COVID-19, y nunca me recomendó hacerme la prueba”.
Considera que los trabajadores del asilo están muy expuestos, porque además todos los días llevan nuevos pacientes de los hospitales. “No sabemos si les han hecho la prueba del COVID-19. Da miedo realmente”.
De 62 años de edad, Lupe dice que cada día que pasa se siente mejor, pero aún le queda tos y se siente débil.
No sabe si va a regresar al asilo a trabajar. “Mi esposo y mis hijos no quieren. Él sufrió un ataque cardiaco el año pasado y está discapacitado. Es duro para nosotros. Yo no quiero regresar, pero tenemos la necesidad”.
Añade que no le gustaría tener el coronavirus otra vez, y vive con miedo de que se lo vuelvan a pegar. “El virus todavía está en el asilo. Hace poco murió otro paciente”.