Crisis de los misiles en Cuba: las armas en Turquía e Italia que propiciaron y luego ayudaron a solucionar el conflicto
El despliegue de misiles estadounidenses Júpiter en Turquía e Italia a finales de la década de 1950 contribuyó a la decisión soviética de instalar proyectiles nucleares en Cuba. Un acuerdo secreto entre EE.UU. y la URSS, en el que Washington se comprometía a retirar los Júpiter, ayudó a desactivar la crisis.
De lejos parecían minaretes.
Estaba prohibido acercarse y, como nadie les había dicho lo que eran, muchos vecinos de Esmirna, en Turquía, asumieron que debían de ser los alminares, algo extraños, de una nueva mezquita.
Los “minaretes” estaban cargados con cabezas nucleares 100 veces más potentes que la bomba que arrasó Hiroshima. Eran misiles balísticos de alcance intermedio Júpiter, que Estados Unidos había empezado a instalar en 1959 en Turquía, en una base de la costa turca del mar Egeo, y también en el sur de Italia, cerca de la ciudad de Bari.
Desde esa posición, los Júpiter, podían alcanzar Moscú y Leningrado (hoy San Petersburgo).
“¿Sabes lo que veo?”, preguntó un día que visitaba el mar Negro el líder soviético Nikita Jrushchov mientras observaba con unos prismáticos la costa turca. “Veo misiles estadounidenses apuntando a mi dacha“.
La visión era figurada, pero el efecto psicológico que producía en la Unión Soviética el hecho de que existieran misiles nucleares en un país de la OTAN con el que tenían frontera, era muy real.
Su despliegue entre 1959 y 1962 contribuyó a la decisión soviética de instalar misiles en Cuba.
Y, paradójicamente, el acuerdo al que llegaron Washington y Moscú para desmantelarlos logró poner fin a la crisis que entre el 16 y 28 de octubre de 1962 puso a ambos países al borde de la guerra nuclear.
Ese acuerdo, sin embargo, se mantuvo en secreto hasta 1989.
La versión “oficial”, por lo tanto, que se ofreció a la prensa fue que Estados Unidos había conseguido doblegar la voluntad soviética plantando cara con dureza y autocontrol. Así quedó reflejada en las memorias de Robert Kennedy, “Trece días“, y de esta forma ha quedado en el imaginario colectivo gracias en parte a la épica del cine. La fuerza -y no la negociación- había ganado.
Contentar a los aliados
Los Júpiter empezaron a construirse en torno a 1955 y, desde el principio, “su objetivo era ser un parche“, explica a BBC Mundo el historiador Philip Nash, autor de “Los otros misiles de octubre. Eisenhower, Kennedy y los Júpiter 1957-1963“.
Estados Unidos aún no había logrado fabricar misiles intercontinentales con los que se pudiera alcanzar la Unión Soviética desde América. A lo máximo que habían llegado era a los 2.400-2.700 kilómetros, que era el alcance de los Júpiter.
La carrera armamentística se aceleró, sin embargo, cuando, en 1957, la Unión Soviética consiguió lanzar el primer satélite espacial, el Sputnik 1 y demostrar, por lo tanto, que contaba con la tecnología necesaria para enviar misiles intercontinentales.
El Sputnik generó una gran preocupación, no solo en EE.UU., sino también entre sus aliados, que no contaban con armas nucleares. Washington iba a la zaga, y “los miembros europeos de la OTAN temían que, si los misiles soviéticos y los estadounidenses tenían la capacidad de anularse mutuamente, la URSS podría invadir Europa occidental y Estados Unidos no vendría al rescate”, argumenta Nash.
Para volver a poner a poner en sintonía a Estados Unidos y a Europa “y para, básicamente, proliferar armas nucleares sin proliferarlas“, según el historiador, Washington ofreció a sus aliados los Júpiter, aunque manteniendo el control de las cabezas nucleares.
Pero el plan no salió como esperaban.
Tecnología obsoleta
Para empezar, la mayoría de los aliados de la OTAN no estaban interesados en alojar unos misiles que iban a quedar obsoletos rápidamente. Los misiles también podían convertirles en objetivo de las armas soviéticas, lo que desanimaba a posibles candidatos.
EE.UU. ya había desplegado misiles Thor en Reino Unido, pero encontrar dónde colocar a los Júpiter no fue tan fácil. Después de dos años, Italia y Turquía aceptaron finalmente, y los misiles empezaron a instalarse en 1959. El último se desplegó en 1962, el mismo año que estalló la crisis de Cuba.
El sistema para operarlos era muy complicado. EE.UU. mantuvo el control de las cabezas nucleares, pero para poder lanzarlos había que tener el consentimiento de ambas partes, la estadounidense y la turca o la italiana, según el caso. Era un sistema de doble llave. La orden de lanzamiento, además, tendría que venir de ambos gobiernos a través de la OTAN.
“Los Júpiter eran muy primitivos”, afirma Nash, que es profesor de Historia en la universidad Penn State Shenango, “utilizaban combustible líquido, que llevaba mucho tiempo de preparación para lanzarlos. Tampoco estaban protegidos en silos, sino que estaban fijados en la superficie”. De ahí los minaretes que imaginaban los habitantes de Esmirna.
Pero si la búsqueda de candidatos estuvo llena de problemas, una vez desplegados los misiles la cosa fue de mal en peor.
“Un par de ellos fueron derribados por el viento, algunos fueron alcanzados por rayos porque eran el objeto más alto de todos los alrededores, había problemas de corrosión…”, enumera el historiador.
En una ocasión, en Italia, los explosivos instalados junto a la cabeza nuclear, que permiten que esta se separe del resto del misil en pleno vuelo, se detonó fortuitamente. La cabeza nuclear quedó peligrosamente colgando de un lateral.
A finales de 1960, una comisión del Congreso para Asuntos Atómicos inspeccionó las instalaciones en las que se habían instalado en Italia y se dieron cuenta de que los comunistas habían obtenido muy buenos resultados en las últimas elecciones en esa región. El primer temor fue que se produjera algún sabotaje.
Como explica Philip Nash, “los misiles tenían unas cubiertas muy finas y un saboteador, no ya con una granada, sino con un rifle potente desde la distancia, los podría haber puesto fuera de combate. Ese era su grado de vulnerabilidad“.
No son los únicos accidentes con armas nucleares de por medio que pudieron ocasionar una guerra atómica durante aquellos días.
En plena crisis de los misiles de Cuba, el Comando de Defensa Aeroespacial de Norteamérica recibió un mensaje que decía que habían detectado el lanzamiento de un misil desde Cuba que iba a impactar en Tampa, Florida.
“Unos misnutos más tarde se dieron cuenta de que no, de que alguien había metido una cinta de prácticas en el sistema por accidente y que habían pensado que era real”, explica a BBC Mundo el académico de la universidad de Stanford Scott Sagan, que ha estudiado varios de estos incidentes en su libro “Los límites de la seguridad“.
Más conocido es el incidente con el avión espía U-2 estadounidense que entró en el espacio aéreo soviético en el último fin de semana de la crisis, y que consiguió escapar por poco de ser derribado por MiGs soviéticos.
Lo que no todo el mundo conoce, según Sagan, es que los únicos aviones disponibles para rescatar al U-2, que tenían base en Alaska, estaban cargados con armas nucleares tácticas.
“Si hubieran llegado a tener una interacción con los MiGs que intentaban derribar al coronel Charles Maulstby, el piloto del U-2, lo único que tenían para disparar eran armas atómicas“, explica el codirector del Centro para la Seguridad y Cooperación Internacional de Stanford.
En medio de estas tensiones, los misiles Júpiter, más que ser un arma disuasoria, se habían convertido en una provocación.
Para Philip Nash, la decisión de desplegar los Júpiter fue un error político de EE.UU, y se convirtió “en una razón secundaria por la que Jrushchov decidió poner misiles en Cuba”.
Si bien había otras razones más potentes, desde su punto de vista, como la de alcanzar un equilibrio estratégico con EE.UU. y la defensa de Cuba y su revolución, que Fidel Castro había iniciado tres años atrás, los Júpiter tocaron otro tipo de teclas en la psicología soviética.
“Jrushchov no estaba nada contento con los Júpiter, sobre todo con los de Turquía, y decidió ‘darle a EE.UU. un poco de su propia medicina’, según reconoció en sus memorias”, revela Nash. Para los soviéticos, la OTAN ya había sentado un precedente con los Júpiter.
Sin embargo, la principal diferencia entre los misiles soviéticos en Cuba y los Júpiter de Turquía, según Scott Sagan, es el secretismo con el que Jrushchov llevó a cabo la operación: “los rusos no solo lo hicieron de manera subrepticia, sino que encima mintieron sobre ello, y eso genera un tipo de crisis diferente”.
J. F. Kennedy se dio cuenta entonces del peligro que suponían los Júpiter. “Le preocupaba que, si EE.UU. atacaba los misiles de Cuba, la respuesta rusa fuera atacar los Júpiter en Turquía, empezando así una guerra nuclear”, señala Sagan. Para evitar la escalada, “J.F.K. dio la orden a la comandancia en Europa para que los misiles fueran desactivados“.
El acuerdo secreto
Los documentos desclasificados sitúan el 27 de octubre como el día clave para desescalar la crisis.
Ese día, el fiscal general de EE.UU., Robert Kennedy, y el embajador soviético ante las Naciones Unidas, Anatoli Dobrynin, abrieron un canal extraoficial para negociar.
Fue un acuerdo complicado porque, por una parte, explica Philip Nash, “estaba el pacto público, por el que los soviéticos se comprometían a sacar los misiles y los americanos a no invadir nunca Cuba”.
EE.UU., sin embargo, también acordó retirar los Júpiter de Turquía e Italia, una decisión que, según Scot Sagan, ya estaba tomada de antes.
Pero con una condición: que esta parte se mantuviera en secreto.
Robert Kennedy fue muy claro. Si los rusos lo hacían público, se acababa el acuerdo. Qué hubiera sucedido en ese caso, solo puede ser objeto de especulación.
“Hasta 1989 no supimos al 100% que existía ese pacto. Se sospechó, sobre todo los contrincantes de Kennedy se lo olieron desde 1963, pero no teníamos prueba”, revela Nash.
De hecho, muy pocos dentro de la propia administración estadounidense o entre los asesores de J.F.K. supieron del acuerdo. No fue informado ni su vicepresidente, Lyndon B. Johnson.
La mayoría de los asesores de Kennedy, de línea dura, se oponía a un acuerdo sobre los Júpiter. “Para ellos, EE.UU. tenía completa superioridad y, si los soviéticos no se echaban atrás, se iniciaría una guerra que podrían ganar de forma abrumadora”, explica el historiador.
Al final, sin embargo, el único voto que importa en EE.UU. es el del presidente. Y Kennedy quería evitar a toda costa una Tercera Guerra Mundial.
“En el fondo, Kennedy y Jrushchov estaban tan interesados en evitar la Tercera Guerra Mundial”, arguye Nash, “que ambos traicionaron a sus aliados”. Ni Cuba ni Turquía o Italia fueron consultados.
Legado
Si el acuerdo secreto sobre los Júpiter fue esencial o no para desactivar la crisis de los misiles de Cuba es aún objeto de controversia.
Scott Sagan cree que se trata de una exageración: “Jrushchov ya había tomado la decisión de retirar los misiles de Cuba. Esto fue como la guinda que lo hizo más fácil”.
Pero las consecuencias no fueron iguales para ambas partes.
Mientras que Jrushchov no pudo sacar rédito político del acuerdo secreto porque, entre otras cosas, era secuencial -los soviéticos tenían que retirar los misiles de forma inmediata de Cuba, pero EE.UU. tenía varios meses para retirar los Júpiter de Turquía-, Kennedy explotó política y propagandísticamente la crisis.
“La opinión mayoritaria en EE.UU. es que Kennedy ganó el pulso y Jrushchov se echó atrás porque no conocen las concesiones secretas que se hicieron”, explica Nash.
Esta idea ha dejado un legado peligroso.
Para muchos, lamenta el historiador, “la visión que ha quedado del mundo es que, cuando hay un problema, la solución es ser duro. La negociación se considera un fracaso. Eso está imbuido en el carácter estadounidense y nos hace muy peligrosos como superpoder“.
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