‘Estamos atravesando una nueva ola neofascista’

Algunos autores han planteado que el fascismo no es exactamente un programa político sino una reacción conservadora violenta contra cualquier intento de cambio social

En el 2017 cientos de manifestantes gritaron no al fascismo en Alamo Square, San Francsico.

En el 2017 cientos de manifestantes gritaron no al fascismo en Alamo Square, San Francsico. Crédito: AMY OSBORNE | AFP / Getty Images

La alerta antifascista se disparó en todo el mundo. Aquellas lejanas e intermitentes expresiones de microfascismos –oportunamente documentadas por analistas del mundo social– cobraron una densa materialidad política. Trátase del mismo fantasma que a menudo se filtra en las grietas de una sociedad en descomposición.

Muchos debaten esterilmente si se trata o no del mismo fenómeno que asaltó al mundo por sorpresa en las primeras décadas del siglo XX. Lo cierto es que, más allá de la temporalidad o atemporalidad de este tóxico espectro político, la efervescencia y articulación de la extrema derecha en el mundo es una realidad incuestionable. En el caso mexicano, el tratamiento de este tópico adquirió un sentido urgente por la súbita confluencia de un par de acontecimientos:

  1. la innoble marcha de #ElINENoSeToca, que significó la toma de las calles por parte de la derecha más corrupta del país
  2. La celebración de la Conferencia Política de Acción Conservadora (CPAC) en la Ciudad de México, cónclave neofascista que agrupó a las más conspicuas figuras del conservadurismo global, incluidos personajes como Steve Bannon, Eduardo Bolsonaro, Javier Milei y militantes del partido de ultraderecha VOX de España. Al día siguiente del evento la secretaria general de Morena advirtió: “estamos atravesando una nueva ola neofascista”.   

Al mismo tiempo, hemos visto tales expresiones extremistas en Europa, principalmente en Francia, Italia, España, Alemania –Europa central en su conjunto–, y también en Ucrania y los batallones neonazis que Estados Unidos apoya con financiamiento y ayuda militar. De tal modo que es importante recordar cuáles son los resortes sobre los que descansa este espectro político, qué acontecimientos históricos propiciaron su irrupción, y cómo se expresa en el presente.

Algunos autores han planteado que el fascismo no es exactamente un programa político sino una reacción conservadora violenta contra cualquier intento de cambio social.

Primero, cabe aclarar que el uso del prefijo “neo” –neofascismo– responde al hecho de que se trata de una reedición resignificada de una corriente del pasado. Así como existe el neocolonialismo o el neoliberalismo, hoy también podemos hablar de neofascismo. De hecho, hay algunos partidos modernos de extrema derecha con ideologías similares o inspiradas en los movimientos fascistas del siglo XX que se autodenominan neofascistas. Y no hay razones para creer que ha cambiado mucho su esencia. Simplemente volvió envuelto en otros ropajes.

Cabe recordar que las primeras manifestaciones del discurso fascista se registraron en Italia, en el contexto de la Primera Guerra Mundial. Y en 1922, bajo el liderazgo de Benito Mussolini, las huestes fascistas conquistaron el poder político de aquel país. Posteriormente, triunfó en otros países como España con el franquismo, Alemania con el nazismo, Hungría etc. Trátase de los casos más “exitosos” de fascismo gobernante. Aunque sin duda hubo expresiones similares en otros países: Grecia, Polonia, Yugoslavia etcétera. También en América Latina algunos gobiernos emularon ciertos rasgos del fascismo europeo, sobre todo las juntas militares de Brasil, Chile y Argentina.

Finalmente, todos –en Europa y el resto del mundo– fueron derrotados. Y después de 1945 –y por mucho tiempo– ninguna fuerza política se autonombró fascista, y ese referente quedó prácticamente desterrado de los sistemas políticos.

Algunos autores han planteado que el fascismo no es exactamente un programa político sino una reacción conservadora violenta contra cualquier intento de cambio social. Y tal vez esto explica que los primeros fascismos germinaran en la primera mitad del siglo XX, después de las revoluciones fallidas en Italia, España y Alemania. Y también que ahora, en el contexto de los tímidos virajes progresistas de la América continental (Barack Obama, Lula da Silva, Cristina Kirchner etc.), hayan surgido energúmenos como Donald Trump en Estados Unidos, Jair Bolsonaro en Brasil o Javier Milei en Argentina. “Detrás del auge del fascismo siempre hay algún fracaso de la izquierda,” recuerda constantemente Juan Carlos Monedero.  

Y en efecto, en términos estrictamente políticos el fascismo es la variante más radicalizada –agonizante– de la derecha y el conservadurismo, aunque sin programa específico. Y esto es lo que urge subrayar, acaso para despejar esa falsa creencia de que el fascismo está relacionado con alguna forma específica de gobierno o algún proyecto político con vocación ideológica predeterminada.

¿Qué es el fascismo para efectos prácticos en la actualidad?

De acuerdo con el filósofo brasileño Vladimir Safatle, hay cuatro elementos que definen la forma de vida fascista y sus patologías:

  1. Culto a la violencia: aquellos que se sienten dueños del país toman por asalto el espacio público y llaman a la violencia contra todo lo que obstruye su privilegio (e.g. “la dictadura de lo políticamente correcto”); brutalizan las relaciones sociales.
  2. Estado paranoico: las élites instauran el miedo como afecto político central (e.g. “la ideología de género”; “los inmigrantes que roban los puestos de trabajo”); el Estado se erige como el último refugio de las clases poseedoras.
  3. Insensibilidad social: la sociedad desarrolla una singular insensibilidad por los pobres, las minorías racializadas, los “sin techo” y las clases desposeídas.
  4. Liderazgos políticos fuera de la ley: el líder despliega un poder gubernamental fuerte pero anti-institucional; comporta una mezcla de reglas estrictas puramente performáticas y ausencia absoluta de controles y equilibrios. 

En este sentido, lo que define al fascismo no es el programa político –que es elástico– sino los antivalores que profesa; no el envoltorio discursivo sino el fondo ciegamente antidemocrático. El fascismo no es una ideología política sino un discurso y una forma de vida que ancla en el miedo y la sociopatía, y que en ciertos contextos específicos –decadencia– abraza aspiraciones políticas. 

El fascismo es un impostor reaccionario: recoge los malestares sociales, los dolores del fin de una época, la confusión de un mundo cambiante, y los traduce en odio con objetivos políticos.

(*) Arsinoé Orihuela Jr., es el enlace del INFP en Estados Unidos. /@arsinoeorihuela 

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