Columna: Los Ángeles está triste
Vivimos en unos puntitos suspensivos que lo dicen casi todo. Menos cómo vamos a salir de esta destrucción del Los Ángeles latino

Los angelinos no han renunciado al derecho de protestar pacíficamente por las redadas de ICE en Los Ángeles. Crédito: Wally Skalij | AP
- En el Carwash
Después de muchas semanas, llevo el Volvo al Carwash de la Avenida Sepúlveda. Es viernes y a esta altura del día está siempre lleno. Decenas, porque son decenas los carwasheros, casi todos latinos, limpian los automóviles ya limpios con una energía sobrecogedora, con un propósito imposible de replicar. Y decenas de conductores los miran ya ansiosos.
Muchos de ellos son también latinos.
Y ya se sabe, cuando la limpieza concluye el limpiador levanta uno de los trapos, lo agita, lo enarbola y grita “¡ready!”
Es todo un espectáculo.
Pero hoy no. Hoy el lugar está casi desierto. Ni empleados ni clientes.
La cajera del carwash es seguramente la dueña. Le pregunto por lo tranquilo, o calmado, o vacío.
– Es por la situación – me dice. Por la situación, me mira a los ojos y los dos sabemos a cuál situación se refiere.
Es porque los trabajadores no han venido por temor a caer en una redada migratoria, ser arrestados, encarcelados y finalmente deportados a su país de origen, en donde no tienen nada.
Como nada tampoco aquí también.
La cajera del Carwash dice que la cosa está triste, y que el negocio está pasando por un mal momento, pero también trata de averiguar de qué lado estoy. Su conversación es giratoria, complicada, sí, dice, pero los inmigrantes tenían que saber.
Es una inmigrante de algún país de la Europa oriental. Su tez blanca la protege. Como a mí.
La nueva realidad de Los Ángeles no se puede tocar. Porque no está. Son los miles y miles y miles – usando el florido vocabulario de Trump – y miles y miles de indocumentados que faltan, que se fueron, que están escondidos. Que desaparecieron. Que no están.
- En el restaurante guatemalteco
A dos cuadras de mi casa, en una esquina concurrida, hay un restaurante guatemalteco. Popular, sencillo. Aufera los muros están pintados con escenas de los manjares que ofrece. Cambió de nombre tres veces en los últimos años. Los dueños actuales se esfuerzan muchísimo. Durante el COVID colocaron taburetes y mesas afuera, sobre las veredas y así pudieron seguir. Delimitaron su predio con flores. Un par de veces por semana hay música viva, y en el resto, discos con música de la casa. Muy ruidoso, eso sí.
Me llama la atención que siendo las seis de la tarde el interior está oscuro. La puerta se abre y sale una pareja que me mira mirándolos, inquietos, y les digo: no, perdón, es que quiero leer el cartel que pusieron en la puerta, porque me lo están tapando. Aliviados, se alejan.
El cartel pide disculpas y comprensión, porque por la situación tienen que cerrar a las cinco. Es que no tienen quien trabaje en la cocina, o sirviendo, o limpiando.
Y el cartoncito finaliza con puntos suspensivos.
Es la parte más explícita del mensaje. Esos tres puntitos. Quieren decir mucho, quieren decir, usted entiende, es por las razzias, por los ataques, por la desgracia.
El mensaje es que los cocineros no han venido por temor a que los desaparezcan unos enmascarados de civil armados hasta los dientes que pululan por ahí. Ahora cierran a las cinco, pero si las redadas migratorias siguen así, podrían tener que cerrar del todo.
Los Ángeles está triste. Vivimos en esos puntitos suspensivos que lo dicen casi todo. Pero no nos dicen cómo vamos a salir de esta destrucción del Los Ángeles latino.
- En el refugio y la escuela
Una señora solicitó asilo como víctima de la violencia en El Salvador. Le dieron un permiso temporal. Tiene cinco hijos: 15, 11, 9, 8, 6. En “el país”, a la mayor, la secuestraron y la tuvieron durante casi nueve meses. Pagaron lo que pudieron y milagrosamente la niña volvió. Esa semana huyeron a los Estados Unidos.
Los padres de sus hijos, que viven con sus respectivas familias, se quedaron allí.
Aquí no tienen nada, solo la vida. La niña prácticamente no habla por el terror que sufrió. Para no tener que contar.
Rescata la niña su humanidad en la escuela. Una compañera que pasó por algo similar es su mejor amiga.
Llena de terror por los allanamientos de los agentes de inmigración, la madre decide que los niños no irán más a la escuela. Que se queden en casa.
El problema es que casa, no hay. Viven en un refugio. Y pasan el día entero, todos juntos amontonados, en una habitación.
Menos la niña, la mayor, la víctima, que sigue yendo a la escuela. Pase lo que pase. Es su futuro, dice la madre.
Los Ángeles está triste. Jamás volverá a ser lo que fue.