El eco de California: Lleida, Napa y la memoria que viaja en el vino
Gaspar de Portolà partió de Lleida para fundar California. Dos siglos después, el vino, el arte y la memoria tienden nuevos puentes entre ambos territorios
Atardecer visto desde Cuadrat Valley, la finca donde se elabora el aceite Elixir, en las llanuras agrícolas de Lleida. Crédito: Omar Muñoz | Impremedia
La piedra todavía retenía el calor del día y el aire olía a mosto. Mientras el grupo de Bombos y Tambores de Raimat afinaba los instrumentos en las bodegas de Raimat, treinta productores de Les Garrigues descorchaban botellas de aceite y disponían quesos, embutidos y manjares varios sobre tablas de madera. El olor a tomillo y romero se mezclaba con el viento de poniente.
Entre las copas y el polvo, el tiempo parecía fermentar. Había llegado dos días antes con la idea de cubrir un festival, pero las historias —como los ríos— se bifurcan inevitablemente. Me hospedé en el Hotel Real Lleida, frente a la avenida Blondel, un punto de partida práctico entre el bullicio urbano y el horizonte de viñedos. Por las noches, una cena en el Celler del Roser —referente de la cocina leridana y miembro de la Ruta del Vi— devolvía al paladar lo que el día había mostrado en el paisaje: aceite, pan, caracoles, vino joven. Todo hablaba el mismo idioma mineral y solar.
Viajé invitado por la Agencia Catalana de Turismo para conocer una región que, pese a su historia milenaria, sigue siendo poco visitada por el gran público. A diferencia de la hipermediática Barcelona, Lleida se encuentra en el corazón agrícola de Cataluña, entre llanuras y colinas donde los pueblos crecen al ritmo de las cosechas y las estaciones. Aquí, la belleza se revela despacio, como una página que solo cobra sentido al releerla. Y es justo en esa lectura donde aparece una relación profunda entre paisaje, memoria y creación.
A medida que recorría los caminos, escuchaba conversaciones y leía placas olvidadas en las paredes de iglesias antiguas, comprendí que estaba ante algo más hondo: una historia que une dos territorios separados por un océano y dos siglos de distancia. Lleida y California comparten algo que va más allá del clima mediterráneo o la vid. Comparten una memoria discreta, visible solo en los nombres de las calles, en los vinos que se exportan, en los festivales que se hermanan sin aspavientos.
Este reportaje explora esa conexión doble. Por un lado, el pasado: Gaspar de Portolà, militar nacido en 1716 en Os de Balaguer, primer gobernador de California, fundador de San Diego y Monterey. Por otro, el presente: el Raimat Arts Festival, hermanado desde 2022 con el Festival Napa Valley bajo la visión de Elena de Carandini Raventós, heredera de una de las sagas vinícolas más longevas de España. Entre ambos ejes, una pregunta: ¿qué queda cuando un territorio exporta personas que fundan otros territorios? ¿Qué clase de eco regresa?
La tierra que se inventó a sí misma
Raimat desapareció del mapa en el siglo XVII. Tras la Guerra dels Segadors, el pueblo quedó abandonado. Solo persistieron las ruinas de un castillo árabe del siglo XII, alzado sobre una colina que dominaba un terreno yermo, salino, barrido por el viento. Hasta que en 1914 Manuel Raventós, propietario de Codorníu, compró 3.200 hectáreas de esa tierra muerta. Una extensión lo bastante vasta como para perder el horizonte.

Lo que hizo después fue ingeniería, pero también obsesión. Mandó cavar más de cien kilómetros de canales; el agua llegó una mañana de agosto y el polvo, por fin, se volvió barro. Plantó —según su bisnieta— “un millón de árboles” para reducir la salinidad del suelo. Levantó casas para los colonos, una iglesia, una escuela. Encargó al arquitecto Joan Rubió, discípulo de Gaudí, la construcción de una bodega de hormigón armado. En 1918, cuando se inauguró, aquella nave de 150 metros fue la primera de su clase en España. Hoy el Castell de Raimat, rodeado por más de 700 hectáreas de entorno natural protegido, concentra la herencia de esa transformación: un proyecto agrícola convertido en comunidad.
Elena de Carandini Raventós, bisnieta de Manuel y actual presidenta de la Fundació Comunitària Raimat Lleida, lo resume así:
“El pueblo tiene hoy 506 habitantes. Mi bisabuelo apostó en 1914 por la economía regenerativa, algo impensable en su época. Se adelantó cien años”.
Horas antes del concierto principal en las bodegas, en el castillo, Elena me mostró una fotografía familiar que se repite cada cinco años, en la que todos los descendientes se reúnen para agregar nuevos rostros y recordar a quién ya no está.
“Este lugar se construyó tres veces”, dijo. “Primero los árabes en el siglo XII, luego mi bisabuelo en 1914, y ahora nosotros, intentando que la cultura revitalice lo que el tiempo desgasta”. Hizo una pausa. “Pero revitalizar va más allá de plantar árboles: implica discernir qué memorias merecen permanecer.”

La familia Raventós lleva más de cuatro siglos dedicada a la vitivinicultura. Hoy, el grupo Codorníu-Raventós tiene presencia en ocho regiones españolas, una bodega en Mendoza (Argentina) y otra en Napa Valley, establecida en 1991, por lo que ese vínculo con California no es reciente: es histórico.
Cuando el arte habita la industria
A las afueras de Balaguer, en una extensión de antiguas graveras todavía activas, la Fundació Sorigué lleva más de una década desarrollando un proyecto singular: PLANTA, un espacio donde arte contemporáneo, arquitectura e industria dialogan en pleno paisaje de extracción.
Gemma Avinyó Fontanet, directora de la fundación, explica que el proyecto nació “para unir dos mundos que parecían inconexos: el de la empresa y el de la creación artística”. PLANTA se levanta en el polígono industrial de la compañía Sorigué, junto a su gravera original. El entorno no se oculta: forma parte de la experiencia.
El proyecto se articula en torno a cuatro ejes —paisaje, conocimiento, arquitectura y arte— que materializan la idea de retorno al territorio. Allí, entre excavadoras y naves de hormigón, el visitante puede recorrer obras permanentes de Bill Viola, Anselm Kiefer, Juan Muñoz, William Kentridge y Chiharu Shiota.
En el pabellón Kiefer, el hormigón y el óxido dialogan con el viento; en la instalación de Viola, tres figuras atraviesan un muro de agua y parecen volver del otro lado. Ver una Caterpillar junto a una escultura de Muñoz produce una extrañeza fértil: la sensación de que la belleza también puede emerger del desgaste.

PLANTA organiza jornadas de puertas abiertas, permitiendo que el público explore la convivencia entre industria y arte. Parte de su colección, que abarca más de 500 piezas, se exhibe también en el Museu Sorigué de Lleida, un espacio junto al río Segre que prolonga la experiencia desde la periferia industrial hasta el corazón urbano.
Esa confluencia entre arte, territorio y memoria conecta con el impulso que dio origen al Raimat Arts Festival: convertir la cultura en una forma de revitalización colectiva.
El festival donde la tierra escucha
Durante cuatro días de octubre, el Raimat Arts Festival desplegó una programación que combinó música, arte y comunidad. Por la mañana del sábado 4, el Centre de Titelles presentó el espectáculo Hathi en Plaza del Castell de Raymat y llenó de risas la plaza principal frente a la iglesia del Sagrado Corazón —era la primera vez que el festival incluyó programación infantil—. A mediodía, la percusionista Carme Garrigó ofreció dos conciertos, uno de ellos entre las viñas, donde los golpes de los tambores, la marimba e incluso unas macetas de barro parecían mezclarse con el zumbido de los insectos y el rumor del viento.

Esa imagen —el sonido resonando en los surcos de la tierra— resumía la visión de Elena de Carandini y del violinista Joan Plana Nadal, director artístico del festival: “hacer que la cultura revitalice el territorio”.
El programa de 2025 incluyó a la violinista jamaicana Ellinor D’Melon, la cantaora Alba Carmona y el clavecinista Ignacio Prego, quien cerró el festival con las Variaciones Goldberg de Bach. Además del reconocimiento a Ricard Viñes, un célebre pianista leridano que fue el primer intérprete de algunas de las obras clave del siglo XX de compsitores como Ravel, Debussy o Erik Satie, tan solo por nombrar a algunos.
En Raimat, el arte llega para algo más que embellecer: devuelve a la tierra su capacidad de imaginarse de nuevo.

El sabor del territorio
Días después del festival, viajé por los campos de Lleida, donde los almendros, los melocotoneros y los olivos se alternan con viñedos en una coreografía que cambia según la estación. En primavera, las floraciones tiñen la llanura de blanco y rosa; en otoño, el verde de las arbequinas anuncia la cosecha.
El río Segre, que atraviesa la ciudad y la comarca, ha sido durante siglos el motor de esa fertilidad. Bajo dominio árabe se construyeron los primeros canales; luego, en tiempos de la Marca Hispánica y el Reino de Aragón, se levantaron murallas y puentes que aún marcan la topografía. Hoy, el Segre alimenta los huertos, da nombre a una denominación de origen vinícola —Costers del Segre— y sigue siendo el eje invisible de la identidad agrícola de la región.
En restaurantes como el Celler del Roser, ese territorio se traduce en sabores —setas, miel, aceite, vino— que llegan al plato con la precisión de una memoria colectiva. Los leridanos son, además, gente de buen gusto: sobria, orgullosa, culta. Saben comer, saben conversar, saben esperar.
Al sur, la comarca de Les Garrigues encarna el alma oleícola de Lleida. Su Denominación de Origen Protegida (DOP Les Garrigues) ampara aceites de oliva arbequina con una intensidad vegetal y un retrogusto almendrado inconfundible. En otoño, los molinos huelen a hierba recién cortada.
En L’Albagés conocí Cuadrat Valley, un proyecto familiar que rescata una herencia interrumpida por la guerra civil. Ocho décadas después del abandono del olivar original, la familia Cuadrat recuperó el cultivo: adquirió nuevas parcelas hasta reunir noventa hectáreas, adoptó técnicas de extracción en frío inmediata tras la cosecha y levantó un molino contemporáneo sobre muros de piedra seca.

Su línea Elixir, elaborada con aceitunas deshuesadas cosechadas a principios de octubre, fue reconocida entre los mejores aceites arbequina del mundo en los Evooleum World’s Top 100. De sabor verde y punzante, este aceite expresa el territorio con precisión mineral, como si la tierra hablara en una lengua antigua.
Allí comprendí que cultivar la tierra es también una forma de preservar su memoria.
Lleida desde su colina
El viaje por la llanura me llevó de regreso a la ciudad. Desde la Seu Vella, catedral gótica erigida entre los siglos XIII y XV sobre los restos de una antigua mezquita, el Segre parece un hilo de cobre. Desde la colina de Gardeny, el antiguo castillo templario observa en silencio el paso de los siglos.

Lleida es una ciudad de tamaño humano que preserva su patrimonio sin convertirlo en espectáculo. Recibe poco más de un millón de visitantes al año —el 80% españoles—, lo que representa menos del 1% del turismo catalán. Pese a tener capacidad hotelera para muchos más, sigue siendo una gema escondida: anclada en la Cataluña interior, a las puertas de los Pirineos.
Tiene, a la vez, un reto y un equilibrio: abrirse al mundo a través de la cultura sin perder la serenidad que la define.
Llegué hasta la iglesia de Sant Pere, en el centro histórico de Lleida. Construida en 1731 y reconstruida tras la Guerra Civil, fue la parroquia de los militares; allí, según la tradición, fue enterrado Gaspar de Portolà en 1786. Apenas unos meses antes había sido nombrado teniente del rey de los castillos de la ciudad. La noche del 4 al 5 de octubre sufrió un ataque de apoplejía que lo dejó paralizado y murió el 10 de octubre, a los setenta años.
Afuera, una placa de piedra recuerda su nombre como quien deja una nota al pie en la historia. Dentro, el sacristán, un hombre de voz calma, sonrió cuando le pregunté dónde descansaba Portolà.
—Aquí dentro, en algún sitio —dijo—. Pero no hay placa.
En la cripta —hoy convertida en columbario con más de mil seiscientas urnas— se respira el mismo silencio que acompaña las cosas que se recuerdan sin decirse.

En California, su nombre está en todas partes: escuelas, parques, avenidas, monumentos. En Pacifica, una estatua de Josep Maria Subirachs lo muestra mirando el horizonte; en Monterey, las placas recuerdan la fundación del presidio. Allí, Portolà es historia viva. Aquí, en Lleida, apenas un nombre tallado en piedra que busca su lugar en la identidad catalana.
Esa asimetría revela cómo cada territorio elige qué historias conservar. California necesitaba fundadores; Lleida ya los tenía. Portolà exportó el impulso colonizador, pero el eco que regresa no lleva su nombre: devuelve una forma de entender la tierra como espacio de transformación.
Cuando el eco regresa
Al terminar el recital de Alba Carmona, el aire dentro de las bodegas de Raimat se volvió espeso, como si el eco de las palmas y la percusión quedara suspendido en el techo. Afuera, poco quedaba del sol que minutos antes teñía de naranja las viñas. Algunos asistentes habían llegado desde Barcelona, otros desde Francia, la mayoría desde la propia Lleida.

Dentro, el sonido de la guitarra y las voces se filtraba entre las paredes de hormigón armado que Joan Rubió había diseñado en 1918. En un rincón, Elena de Carandini conversaba con productores locales; en otro, Joan Plana saludaba a músicos que habían viajado desde Nueva York. En la mesa del Taste of Lleida, alguien mojaba el pa amb tomàquet en el aceite.
Salí de las bodegas antes de que terminara la noche. Caminé entre las viñas hacia el coche. Las hileras de vid se perdían en la penumbra. El castillo brillaba en lo alto de la colina, iluminado por focos que proyectaban sombras largas sobre la piedra. A lo lejos, el Montsec cerraba el horizonte como una pared oscura.
Todo en Lleida conserva una memoria quieta, y en esa quietud laten proyectos como PLANTA, el Raimat Arts Festival y Cuadrat Valley, que han devuelto al paisaje su propio pulso. Son apenas una muestra de una región que merece ser descubierta en distintos momentos del año, cuando los colores y los frutos transforman la misma tierra en distintos paisajes.
La tierra parecía respirar bajo los pies, como si guardara el rumor de lo que ha sido y lo que aún puede ser.
El viento de poniente soplaba suave. Arrastraba el sonido de una última nota entre las vides.
Después, todo quedó en silencio.
CÓMO EXPERIMENTAR LLEIDA
(Guía práctica para viajeros y curiosos del territorio)
RAIMAT ARTS FESTIVAL
Edición 2025: Del 2 al 5 de octubre
Particularidad: Primer evento “Water Positive” del mundo, que devuelve al entorno más agua de la que consume.
Hermanado con: Festival Napa Valley (California)
Más información: raimatartsfestival.com
PLANTA – Fundació Sorigué
Ubicación: Polígono industrial La Plana del Corb (Balaguer, Lleida)
Concepto: Un espacio que une arte contemporáneo, arquitectura, conocimiento y paisaje industrial.
Más información: fundaciosorigue.com
CUADRAT VALLEY
Localización: L’Albagés, comarca de Les Garrigues (Lleida)
Aceite destacado: Elixir, reconocido como el mejor arbequina del mundo (Evooleum 2024)
Dato curioso: Se requieren 11 kilos de aceituna para producir un solo litro.
Visitas y catas: cuadratvalley.com
DÓNDE DORMIR
Hotel Real Lleida
Avda. Blondel 22, 25002 Lleida
hotelreallleida.com
WiFi gratuito, parking público y habitaciones con vistas al río Segre.
Ubicación ideal entre transporte urbano y entorno vinícola.
DÓNDE COMER
El Celler del Roser
C/ Cavallers 24, 25002 Lleida
Tel. 973 239 070 ? cellerdelroser.cat
Cocina catalana de proximidad con aceite de Les Garrigues, caracoles a las hierbas y vinos D.O. Costers del Segre.
Horario: Mar-Dom 13:00?16:00; Mié-Sáb también 20:30?23:00.

PATRIMONIO
- Seu Vella: Catedral gótica (s. XIII–XV) sobre una antigua mezquita; domina el río Segre.
- Castell de Gardeny: Fortaleza templaria con vistas panorámicas.
- Iglesia de Sant Pere: Construida en 1731; su cripta alberga 1.650 urnas y el enterramiento de Gaspar de Portolà (1786).
CÓMO LLEGAR
Desde Los Ángeles (EE. UU.):
Vuelo directo LAX → Barcelona-El Prat (BCN) con Level, Iberia o American Airlines (duración aproximada 11 horas).
Desde el aeropuerto, el trayecto más rápido a Lleida es en tren AVE desde Barcelona-Sants, al que se llega fácilmente en taxi, Aerobús o tren de cercanías (unos 30 min de traslado).
El viaje completo desde Los Ángeles hasta Lleida suele tomar entre 15 y 17 horas, incluyendo conexiones y traslados locales.
Desde Barcelona:
Tren AVE o Avant desde Barcelona-Sants → Lleida Pirineus (aprox. 1 h).
Billetes desde 14,60 € con reserva anticipada.
Alternativas:
Coche por A-2 (1 h 30 min) o avión a Barcelona-El Prat, luego tren o coche.
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