“Todos teníamos covid y nos decíamos qué hacer si moríamos”

La familia Aguilar cuenta la tragedia que ha pasado en la alcaldía Iztapalapa, una con mayor número de contagios de coronavirus

Jonathan Aguilar en una videoconferencia cuando no podía ver a sus hijos.

Jonathan Aguilar en una videoconferencia cuando no podía ver a sus hijos. Crédito: Jonathan Aguilar | Cortesía

MÉXICO – Cada vez que los Aguilar salían rumbo al hospital para ser atendidos por COVID-19, tenían sólo una convicción: pasara lo que pasara, aunque los médicos insistieran, aunque les faltara oxígeno, ninguno de ellos se quedaría, no cometerían el mismo error que tuvieron con el patriarca, quien falleció un 16 de junio poco después de su ingreso, un día después de su cumpleaños 59.

Con los nervios de punta, la oxigenación se volvía más lenta y  los cuatro miembros de la familia sobrevivientes sentían más fatiga y desazón a bordo del Nissan Platina que serpenteaba por el municipio de Iztapalapa en la Ciudad de México, uno de los más golpeados por la pandemia.

La alcaldía Iztapalapa, con 1.8 millones de habitantes, encabeza las estadísticas de infecciones en el país: actualmente supera los 20,000 contagios acumulados.

Iztapalapa ocuparía el puesto 90 a nivel mundial por encima de países como Malasia, Noruega o Finlandia y una de las razones es la cercana relación familiar, el concepto de familia muy unida que existe en México.

“La familia muégano” que viven unos cerca de otros o varias personas en el mismo espacio que se ayudan entre sí, se apoyan, se solidarizan en las buenas y en las malas. Pero, ¿qué pasa cuando todos se enferman al mismo tiempo?

En casa de los Aguilar vivían los padres y una hermana de Jonathan; la esposa de éste, Stephanie Martínez, y dos hijos de cinco y nueve años. Un día del verano pasado, el abuelo salió a comprar unas croquetas para el perro y, camino a la tienda se encontró a una sobrina de seis años que siempre lo saludaba efusivamente y esa vez no fue la excepción con un abrazo y un beso.

Se despidieron, él siguió el camino y unos días después empezó con insistentes dolores de garganta y fiebre. Luego su esposa. El aire les empezó a faltar poco a poco hasta que una tarde tuvieron que salir corriendo al especial. A los dos les hicieron la tomografía y las pruebas y el diagnostico fue COVID-19.

Los médicos recomendaron ingresar a la pareja, sobretodo a él por tener diabetes y porque en ese momento tenía una oxigenación de 75% cuando el nivel más bajo debía ser de 90%.

El abuelo aceptó, pero su esposa no. A los pocos días, él murió y sólo quedaron cuatro miembros vivos de la familia en casa, las cenizas del patriarca en la sala y dos niños enviados con familiares para librarlos del COVIDd-19.

Así comenzó el reto de los Aguilar de cuidarse los unos a los otros. Todos con fatiga aguda, dolor de pecho, articulaciones y pulmones y, sobretodo, miedo.

Stephanie Martínez
Stephanie Martínez

“Eran días de decirnos los unos a los otros: si yo me muero tú haces esto o haces lo otro, de darnos claves de las cuentas bancarias por si hacían falta para un futuro sin alguno de nosotros”, cuenta Stephanie Martínez.

Ella y Jonathan la pasaban muy mal emocionalmente por tener los hijos a distancia, porque se vieron obligados a llamarles y explicarles por qué no podían estar con ellos, por qué sus padres y la abuela y una tía tenían riesgo de morir igual que el patriarca.

“Hacíamos videollamaas que duraban hasta hora y media”, recuerda Jonathan Aguilar. “Estar lejos de mis hijos fue una de las cosas más difíciles de estar aislados por la pandemia, pensar que tal vez no los verías más”.

Por las noches le colocaban el tanque de oxígeno a la abuela (madre de Jonathan), un tanque que consiguieron gracias a unos amigos del hermano mayor quien trabaja como paramédico en la Policía Federal y también se contagió. Sin esta ayuda, quizás la matriarca también hubiera muerto: desde la primera tomografía sus pulmones aparecían muy dañados, peor que los del esposo fallecido.

El día a día

Los Aguilar no tomaron terapia sicológica ni antes ni después de los 21 días de confinamiento. No pensaron en ello y en el hospital del Instituto Mexicano del Seguro Social, donde fueron atendidos para el COVID-19 no se los ofrecieron: los servicios de salud están saturados.

A esta familia sólo les dieron paracetamol como tratamiento aún cuando uno de ellos murió y dos tenían alto riesgo: la abuela por su edad y la hermana por esclerosis múltiple.

“Fue muy traumatizante”, describió Stephanie. “Teníamos que ir cada 15 días al hospital para que nos revisaran y con el temor de que alguno necesitara hospitalización”.

La Organización Panamericana de la Salud (OPS) urgió a diversos países, entre ellos a México, para que considere el apoyo a la salud mental como un componente crítico de la respuesta a la pandemia.

Según estudios que realizó en los tres países más afectados por el coronavirus en América —Brasil, Estados Unidos y México —un tercio de la población que ya superó el virus sufren niveles de estrés asociados a la pandemia y los primeros datos muestran que muchos lo sobrellevan consumiendo drogas y alcohol.

No fue el caso de los Aguilar a pesar de las dificultades de quedar aislados, sin ayuda externa. Para comprar la comida, llamaban por teléfono a las tiendas locales y salían a pagar con caretas guantes, cubrebocas. En algunas ocasiones, otra hermana les llevaba despensa y se las dejaba lejos. Ella y su esposo también dieron positivo posteriormente

Jonathan Aguilar al volver a su trabajo
Jonathan Aguilar al volver a su trabajo

Los vecinos les dieron la espalda. Se enteraron de la muerte del padre de Jonathan y desfilaron por su puerta, algunos con velas o con caras largas, listos para dar el pésame.

“Les tuvimos que decir la verdad: que él murió por la pandemia y que nosotros no podríamos atenderlos porque teníamos el COVID-19 ”, detalla Jonathan.  “Desde entonces nos evitaban”.

El consuelo que tenían como familia en ese tiempo era saber que estaban vivos y que, con un poco de suerte, algún día regresarían a una vida casi normal.

Después de la cuarentena, aún con fatiga y dolores en la espalda, Jonathan volvió al trabajo. En el tiempo de incapacidad sólo le pagaban el 60% del salario y eso lo golpeó económicamente.

Por eso, una vez recuperado, volvió a su labor de supervisor en la instalación de cámaras de seguridad para empresas privadas. Ahí se topó con otra realidad: muchas de esas compañías tenían un cuestionario como protocolo sanitario en el cual preguntaban si había tenido el COVID-19.

“Yo respondía que sí, pero era peor: no me dejaban entrar”, precisa. “Lo bueno es que algunas empresas no tienen esa política”.

Las investigaciones en torno a la discriminación por COVID- 19 en el sector laboral aún no existen, pero la Comisión Nacional para Prevenir la Discriminación ha documentado que en las empresas hay muchos tipo de prejuicios desde el color de piel, por apariencia física, raza, nacionalidad y algunas enfermedades como VIH- Sida.

Ahora el COVID-19 es otra razón,  según la experiencia de Jonathan Aguilar. Por otro lado, cuenta con la familia, aunque ahora le falte un miembro.

El tipo de familia de los mexicanos ha sido un arma de doble filo en la pandemia, observa el sociólogo y académico de la Universidad Nacional Autónoma de México, Juan Estrella. “Por un lado se vuelven pilares de apoyo ante enfermedades como ahora vemos… por otro, son foco de contagio porque esta pandemia requiere poco contacto y sana distancia”.

Jonathan Aguilar y Stephanie Martínez saben que en estos días hay focos rojos en la CDMX, que hay más casos y más contagios y que él y los suyos viven en Iztapalapa, uno de los epicentros, y que el coronavirus se comporta extraño.

Tan raro que su hija no se contagió de milagro porque una de sus primas con la que vivía mientras sus padres superaban el COVID-19 resultó contagiada. Tampoco se enfermó la tía que la acogió.

Hace unos días, los hijos volvieron a casa de los Aguilar, ¿inmunes? No hay certeza, ¿fortalecidos? Indudablemente.

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